No hace falta ser griego ni alemán para que el filósofo que todos llevamos dentro nos advierta de que el tiempo es una entelequia. El cómputo de los años se escurre como agua entre los dedos a falta de una imagen cíclica que nos sirva ... de asidero emocional. Yo, por ejemplo, cuento mi vida de dos en dos veranos a través de las desventuras de la selección española en Eurocopas y Mundiales. Y, por cierto, no caigan en esa cursilada de marca blanca de denominarla 'La Roja', ese eufemismo que solo sirve para que se la cojan con papel de fumar los trileros de aldea y su orfeón de tontos útiles. Se empieza por los circunloquios y se acaba por liquidar en pública subasta las tres o cuatro cosas que nos hacen libres e iguales. Afirmo que mi magdalena proustiana es el codazo de Tassotti, el atraco a mano armada de Al-Ghandour o la noche eterna del Buitre sobrevolando Querétaro. Sé que es una forma idiota y pueril de poner en hora los relojes, pero me basta con que la sensatez se circunscriba a los edictos del BOE. Fuera de ahí la cordura radical es un interminable lunes de febrero, o peor aún, un sótano repleto de cadáveres.
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Vine a la consciencia del mundo a principios de los 80, cuando la vida se resumía en un patio de grava en el que había que decantarse por el Madrid o el Barsa. Así de pobres y rudimentarios éramos, por lo mismo que el dualismo mísero se imponía en los canales de televisión o los lineales de los supermercados. Yo, como aquel que de la canción conoce la música pero no la letra, salí por peteneras y escogí a la Real Sociedad, que venía de ganar dos Ligas, ignorante todavía de que el amor no se fundamenta en una balanza de débitos y haberes. Aquella Real Sociedad era la base del equipo que nos representó en el Mundial del Naranjito, y me las prometía felices suponiendo que mi elección me iba a permitir sobrevivir en ese ecosistema salvaje que es la edad escolar. De la posterior debacle futbolística poco les tengo que explicar. De la mía propia, basta señalar que ninguno de los logros que el futuro me deparó me libró de aquella frustración de la que hablaba Umbral: sigo siendo aquel que mira la fiesta desde fuera y masculla «hijos de puta». Pertenezco a esa última generación que todavía consideraba el romanticismo un atributo noble y hermoso, así es que, a pesar de todo, no me pareció de recibo abandonar mi apoyo a la escuadra nacional. Al contrario, descubrí que la pasión es un veneno dulce y tóxico, y que cuanto más me dejaba ella con la miel en los labios, más profundo se tornaba mi loco fervor. Como dijo Del Piero cuando se fue a Segunda con su Juventus: «Un caballero nunca abandona a una señora» (pues el club turinés es conocido como la Vecchia Signora). El gol de Iniesta solo vino a arruinar mi amor privado y masoquista. Fue como ver a una primera novia sobada por una turba enardecida y olvidadiza. Como yo te quise, dije, nunca te volverán a querer. Y ya no hubo más golondrinas balompédicas. La victoria es un placer efímero, pero la derrota nos acompaña durante toda la vida.
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