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El verano es una deidad juvenil, indolente y pendenciera. Un canto a la pereza, a la sensualidad y los placeres deliciosamente banales y flamígeros. Ese paréntesis en el que por fin podemos desembarazarnos de lo urgente para dedicarnos a lo importante. Todos, por ejemplo, tenemos ... una banda sonora de hits veraniegos que nos permiten reconstruir lo más granado de nuestra biografía. Hay fechas de aniversario que no acaban en tragedia conyugal solo por pura intermediación de una alarma en Google, pero dejad que suenen los primeros compases del toro enamorado de la luna, o a King África detonando la dinamita que se esconde en la primera sílaba de la palabra «¡Bomba!», como quien moja una magdalena proustiana en una marmita de chupitos de Jäger, para que el pasado retorne a la vida en todo su esplendor y frescura. Algunos incluso creemos que la Tierra dejó de girar y se detuvo para siempre en el preciso instante en que Iniesta alojó el balón en las redes del Soccer City de Johannesburgo. Seremos siempre niños de ríos parvos y cangrejeras; de playas levantinas abarrotadas y minúsculos apartamentos con muebles de pino y olor a matamoscas, en los que cabe la idea completa de familia como tribu extensa y melodramática. Niños aburridos en una tan larga espera a que se cumpla la digestión que a su término no hallamos el ansiado chapuzón, sino letras de la hipoteca y litigios por la custodia. Niños de Dráculas y Frigo Pies, de pandillas con las que explorar y ensanchar los límites de la infancia; de primeros amores que como hojas tiernas no resisten los embates otoñales de septiembre. Somos lo que fuimos en algún mítico verano de relojes blandos y belleza escandalosa como el rojo de las sandías o el carmín de los labios en los que aprendimos a besar.

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larioja Las elecciones son para el verano