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El verano es una deidad juvenil, indolente y pendenciera. Un canto a la pereza, a la sensualidad y los placeres deliciosamente banales y flamígeros. Ese paréntesis en el que por fin podemos desembarazarnos de lo urgente para dedicarnos a lo importante. Todos, por ejemplo, tenemos ... una banda sonora de hits veraniegos que nos permiten reconstruir lo más granado de nuestra biografía. Hay fechas de aniversario que no acaban en tragedia conyugal solo por pura intermediación de una alarma en Google, pero dejad que suenen los primeros compases del toro enamorado de la luna, o a King África detonando la dinamita que se esconde en la primera sílaba de la palabra «¡Bomba!», como quien moja una magdalena proustiana en una marmita de chupitos de Jäger, para que el pasado retorne a la vida en todo su esplendor y frescura. Algunos incluso creemos que la Tierra dejó de girar y se detuvo para siempre en el preciso instante en que Iniesta alojó el balón en las redes del Soccer City de Johannesburgo. Seremos siempre niños de ríos parvos y cangrejeras; de playas levantinas abarrotadas y minúsculos apartamentos con muebles de pino y olor a matamoscas, en los que cabe la idea completa de familia como tribu extensa y melodramática. Niños aburridos en una tan larga espera a que se cumpla la digestión que a su término no hallamos el ansiado chapuzón, sino letras de la hipoteca y litigios por la custodia. Niños de Dráculas y Frigo Pies, de pandillas con las que explorar y ensanchar los límites de la infancia; de primeros amores que como hojas tiernas no resisten los embates otoñales de septiembre. Somos lo que fuimos en algún mítico verano de relojes blandos y belleza escandalosa como el rojo de las sandías o el carmín de los labios en los que aprendimos a besar.
Lo mejor del verano siempre fue que el pudor y la sensatez se quedaban en paños menores. Los periódicos se reducían a una mínima expresión de reportajes sobre fiestas populares hechos por becarios y posados de vedetes tronadas. Todo era chicharra y letargo. El Ramón de Carranza y algún fichaje sonado como metadona balompédica para los muy yonkis. Incluso cesaba el guirigay de la clase política, que se aprestaba a leer libros gordos y sesudos en ascéticos pueblos del interior, en alarde de mesura y purificación. Y no pasaba nada. Y el país no se hundía y eso nunca nos hizo sospechar. No hay nada más impropio que unas elecciones generales en julio. Es como colarnos un domingo frío y lluvioso de febrero en pleno subidón estival, un regusto amargo de lunes, atasco y depresión posvacacional. Nuestras menguadas neuronas de guardia deberían estar enfrascadas en unos pocos asuntos capitales: ¿Mar o montaña? ¿Bañador o bermudas? ¿Debería pedir ese tercer mojito en el chiringuito? O, ¿es la verbena de mi pueblo un buen lugar para revelar mis dotes para el baile moderno? Que nuestros votos del domingo respondan a la misma sopesada meditación. Que el mayor cabreo de un español en julio sea el garrafón en los festivales de verano.
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