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No sé a ustedes, pero a mí la cosa de nuestra arriscada idiosincrasia nacional me produce unas jaquecas espantosas. Vivir cada día al borde del acontecimiento histórico, del ataque de nervios, del desgarro definitivo. Ya no sé si hay dos Españas, cuatro o cuatrocientas. No ... sé si algunos pasarán o no pasarán o si nuestro pesaroso pasado dejará de pasar algún día. Abro los periódicos o enciendo la radio y la casa se me llena de chunda-chunda mediático, de presuntos cráneos privilegiados que tocan la pandereta en una charanga desquiciante. Es lo que tiene compartir país con varios millones de españoles que no cejan en su inveterada costumbre de españolear. Y, oigan, por tal no me refiero a la quincallería de pulseritas rojigualdas o a las erecciones de banderas descomunales que harían las delicias de un psicoanalista freudiano, brindis todos ellos al sol más o menos casposos según el gusto de cada cual pero, si bien se mira, de carácter perfectamente inofensivo. Españoleamos, más bien, cuando, como en el famoso cuadro de Goya, nos descalabramos unos a otros a garrotazos mientras nos hundimos en el lodazal. Bastaría con extractar las perlas que han rebuznado, y perdón por los pollinos, los unamunianos hunos y otros en los últimos años, para llegar a la conclusión de que los españoles no discurren a la manera usual, a los españoles las ideas se les suben a la cabeza para emplearla como ariete. A pesar de que los supuestos gigantes sean a menudo solo molinos de viento. Como dijo Borges de los peronistas, los españoles no somos ni buenos ni malos, somos, sencillamente, incorregibles.

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larioja La dulce y fresca sombra de una higuera