Hay que agradecer a Vox el impagable servicio que le está haciendo a la causa del arte contemporáneo. Nos habíamos resignado a creer que su capacidad para el escándalo se había extinguido, a pesar de las múltiples ocurrencias de Arco, a pesar de haber llegado ... a enlatar mierda fresca. Cuando el vanguardismo parecía haber dejado ya al espectador moderno curado de espantos, asistimos, con alivio, al renacer de la fiesta transgresora. El tan sencillo caca-culo-pedo-pis vuelve a causar estragos, y eso está muy bien, porque democratiza el talento humorístico, y si usted no es una víctima de la cancelación es porque a usted no le da la real gana. Con estos soponcios pequeñoburgueses de los de Abascal lo que también se revela es el error garrafal, aunque muy rentable en términos electorales, de presentarlos vestidos de temibles camisas pardas, cuando no pasan de ursulinas pavisosas aquejadas de histerismo. Vamos, como entenderán aquellos amables lectores de cierta edad, que son más una Sor Citroën tenebrosa, y menos, Blas Piñar. En realidad todo es muy extraño, y los legos en la materia tampoco alcanzamos a entender muy bien cómo se puede casar el punk subversivo con el hecho de practicarlo a cargo del erario municipal de las pequeñas ciudades levíticas como Logroño. Debe de ser algo así como aquello del mexicano Partido Revolucionario Institucional o las pedorretas de Sumar, o antes Podemos, al Gobierno del que forman parte, o sea, la cuadratura circular de la insurrección en nómina. Aunque mucho nos tememos que con la actual inflación de carnets de rebeldía oficial expedidos por los hunos y los hotros, estos acaben convirtiéndose en papel mojado. Cómo será la cosa que ya hemos aceptado a Pablo Motos como referente intelectual, a tiktokers ágrafos como exégetas de la socialdemocracia.

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Debemos congratularnos de que Torres y Lindane, esas aguerridas iconoclastas, hayan hecho del humor estatal algo más justo y paritario. La resignificación y empoderamiento de términos como 'potorro' o 'tetorras' entronca con el ya clásico toque Lubitsch de los chistes de Arévalo, o la indisimulada influencia de Bergman en las películas de Esteso y Pajares. Después de tanta disquisición bizantina acerca de cuáles podrían ser los límites del humor, el debate queda resuelto con una máxima de claro trasfondo heideggeriano: «Me los paso por el potorro».

Y a todo esto, tampoco faltó la presteza del PP para sumarse a este festival de la risa. Las explicaciones que dio Miguel Sainz sobre la cancelación del espectáculo se ajustaron a la clásica línea marxista del partido. Esto es, como en los mejores momentos de Rajoy o Cospedal, las hubiera firmado el propio Groucho. El PP es esa vaporosa organización tecnocrática que ha hecho del «haga como yo, no se meta en política» un auténtico mantra. En esta ocasión, como en tantas otras, los de Cuca no han estado muy cucos. Veremos en las elecciones de mañana quién ríe el último. Quiero decir, quién se despotorra mejor.

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