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LA CUARTA ·
El hogar, la pertenencia, las raíces no siempre se pueden asociar a un espacio físico, a una geografía concreta e inamovible porque, a veces, la violencia les arranca del territorio al que pertenecíanEl paraíso se encuentra bajo los pies de las madres». He leído este dicho musulmán en el ensayo autobiográfico de Igiaba Scego 'Mi casa está donde estoy yo' (traducción de Blanca Gago, publicado en Nørdica Libros). Scego es una autora italiana, nacida en Roma en ... 1974, de padres somalís exiliados tras el golpe de Estado de 1969. Igiaba Scego es italiana de pleno derecho, pero el relato de su vida y de su familia muestra que una cosa es lo que dice su pasaporte y otra la experiencia. Tanto el título del libro 'Mi casa está donde estoy yo' como el dicho musulmán «el paraíso se encuentra bajo los pies de las madres» apuntan a varias cuestiones que atraviesan las memorias de Scego: el hogar, la pertenencia, las raíces no siempre se pueden asociar a un espacio físico, a una geografía concreta e inamovible porque, a veces, como en el caso de la familia Scego, la violencia les ha arrancado del territorio al que pertenecían, el país al que la autora dedica el libro: «A Somalia, dondequiera que esté. Su Somalia, la de sus padres, el país añorado, ya no existe, no es, desde luego, la Somalia de hoy, asolada por una guerra civil desde 1991 (aquí, permítame un inciso: ¿usted se acordaba de que la guerra continúa en Somalia? Le confieso que yo no). Cuando se pierde violentamente el país al que se pertenece y el país de acogida es particularmente hostil, las raíces quedan al aire, la casa se lleva puesta, los pies de la madre marcan el territorio afectivo sobre el cual crecer. Scego, como metafórica caracola, carga con su casa dondequiera que va porque consigo lleva la memoria familiar: su hogar es el recuerdo de un abuelo incómodo por tener la tez demasiado blanca y por colaborar con el fascismo, una madre que sabe leer y contar relatos maravillosos pero que no sabe escribir, un padre que pudo haber sido un gran político y que dedica su vida en el exilio a recrear un existencia perdida. Esta memoria familiar está unida al contexto colonial y poscolonial italiano en África. Así, el relato de Scego no solo nos habla del desarraigo de una familia somalí, las peripecias pasadas y presentes de sus miembros, su lucha por sobrevivir en una Italia racista, también pone de manifiesto varias cuestiones: las deudas pendientes de Europa en África, sobre todo en países como Italia donde no ha habido un trabajo de confrontación en profundidad con el pasado fascista colonial; la relación entre las crisis migratorias actuales y ese pasado; y el hecho de que, cuanto menos crítico sea un país –léase aquí Italia– con su pasado colonial, más fuerte será la reacción antimigratoria y racista.
¿Podemos culpabilizar a las sociedades presentes de lo que hicieron sus antepasados? ¿Podemos pedir responsabilidades a Italia frente a, por ejemplo, las personas migrantes que llegan desde Libia, o frente a las diferentes olas de refugiados somalís que han llegado al país en las últimas décadas? Algunos dirán que los italianos de hoy no tienen nada que ver con aquellos que durante el régimen de Mussolini cometieron terribles actos de violencia contra la población civil, en Libia primero y después en lo que vino a llamarse el «África Oriental Italiana», el cuerno de África que recoge en la actualidad a Somalia, Etiopía, Eritrea y Djibouti. Igiaba Scego cuenta en este ensayo aquellas barbaridades, como también las narró de forma magistral Maaza Mengiste en su monumental novela 'El rey en la sombra' (traducción de Inés Clavero y Montse Meneses, Galaxia Gutenberg 2021). Entre los personajes más siniestros de ese pasado italiano destacó Rodolfo Graziani, militar que medró bajo la batuta de Benito Mussolini, y que llevó a cabo matanzas brutales en Libia y en el África Oriental Italiana y que, junto al también militar fascista Pietro Badoglio, usaron, entre otras formas de exterminio, armas químicas contra la población civil. Esta historia no es tan lejana, no lo es para la autora, ya que pertenece a una familia que, en su momento, tuvo un papel relevante en la vida africana de Rodolfo Graziani. Su abuelo trabajó para él como traductor y fue lo que se conoce como un 'askari', es decir, un colaborador con el fascismo. Mientras que la figura del 'askari' en la citada novela de Maaza Mengiste es muy negativa, Scego examina a su abuelo con incomodidad y al mismo tiempo empatía. Lo contempla como una figura intermedia e intermediaria, entre el mundo del colonizador y el colonizado. Scego se pregunta «¿mi abuelo era fascista? ... ¿era cómplice del fascismo?». La respuesta es más compleja que un simple sí o no: «Mi abuelo comprendió enseguida que traducir era la clave para poder sobrevivir en aquel país». ¿Cómo no vamos a preguntarnos, ante la historia de Igiaba Scego, sobre la presencia de ese pasado en el presente tanto somalí como italiano? Si no lo hemos hecho hasta este momento, la autora nos obliga a hacerlo con esta frase lapidaria: «A lo largo de su vida, el abuelo fue, en efecto, una herida abierta, de esas donde el tercer mundo se encuentra con el primero y sangra. Una herida que llevo en el costado». La herida de la violencia que obliga al colonizado a servir al colonizador, la herida de la complicidad –¿reprensible?, ¿comprensible?– del abuelo con los asesinos de su pueblo, no desaparece cuando lo hacen los perpetradores o las víctimas, sino que se hereda. Y, atención, Scego habla de herida, no de cicatriz. En la nieta, esa llaga se reabre una y otra vez porque el 'primer' mundo sigue tratando brutalmente al 'tercero', porque su color de piel, su pelo indómito, su nombre, la convierten en el blanco de los insultos de sus compañeros de colegio: «Eres como Kunta Kinte, una negra de mierda; vamos a azotarte, pues naciste para ser esclava».
Esa es la Italia en la que creció Igiaba Scego, una Italia en la que, si nos fiamos de lo que muestra la victoria electoral de Georgia Meloni el pasado septiembre, existe una amplia base social que mira hacia el pasado fascista colonial con nostalgia y hacia la crisis migratoria actual con una actitud que oscila entre lo abiertamente criminal y lo indiferente e insolidario. La herida pues sigue abierta, la memoria supura a pesar de la imposición del olvido y la autora pide algo que el gobierno actual seguro no le concede: «Sería bonito que un día hubiera un monumento dedicado a las víctimas del colonialismo italiano. Algo que recordara que la historia de África oriental y la de Italia están entrelazadas». Sería bonito. Y justo.
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