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Sin darme cuenta, he cumplido 60 años. Vine aquí con 27 así que llevo más tiempo en esta tierra que en la que nací. Y se nota, incluso en mi irreductible acento andaluz, poco a poco, se van filtrando eses y des finales. Antes pensaba ... que al llegar a la edad de jubilación marcharía a Andalucía; ahora con un nieto logroñés tengo claro que me quedaré para verlo crecer. El tiempo ha pasado sin sentirlo, es algo que nos ocurre a todos, y soy consciente de que me he convertido en mi madre. A veces en las fotos, sin las gafas, no distingo si es ella o soy yo. Cuando mis padres vivían, esperaba con impaciencia que llegaran las vacaciones para volver a mi pueblo. También ellos venían a Logroño con frecuencia. Ahora han cambiado las tornas y cada vez que se vislumbran unos días libres abro la aplicación del móvil para volar a Las Palmas, porque allí reside mi hija pequeña.
Así que en San Bernabé mi marido y yo nos hemos desplazado hasta las Canarias. Unas islas de las que antes sabíamos muy poco y de las que estamos descubriendo su interesante historia y sus peculiaridades, ya que Marina le está tomando cariño a esa tierra y a sus gentes. Por lo que ya tengo tres lugares en el mapa que cuando los escucho en el telediario hacen que mi corazón se ponga de pie.
A mi regreso siempre está el aliciente de tomar café con mi amiga Pilar para contarle lo que he hecho y lo que he visto. Siempre me reprocha (con cariño ¡eh!) que antes tenía mitificados a mis padres y que me está pasando algo similar con mis hijas. Ella me regaña también por contarles que me regaña, pero no debe enfadarse porque sus apreciaciones me sirven para ser más objetiva. Quizá también la tengo mitificada como infalible asesora.
Por eso cuando tropiezo con alguien especial me doy cuenta de la razón que lleva Pilar, por suerte no solo en mi entorno hay personas buenas y comprometidas. Les cuento todo esto porque en el avión entablé conversación con el pasajero de al lado, un hombre frisando los cincuenta (que decía Cervantes). Era de Salamanca y vivía desde hacía tiempo en la isla. Hablamos. Le pregunté el motivo de su viaje y me aclaró que iba a casa de sus padres, porque estaban mayores y enfermos. Me conmovió especialmente la ternura que se le reflejaba en la mirada cuando se refería a su madre. Estaba contento porque de un tiempo a esta parte había progresado bastante, por ejemplo, ya iba sola de la cama al baño. Llevaba la mascarilla, pero esta no podía ocultar la bella sonrisa de hijo agradecido. Igual que en mi caso, él tenía varios hermanos y aunque vivía tan lejos sentía la obligación y la necesidad de ocuparse de los ancianos. Incluso había pedido una excedencia para poder atenderlos. Coincidimos también en lo injusto que es que esa generación, después de toda una vida luchando, dependa de la ayuda económica de los hijos.
Reconozco que con la charla el vuelo se me hizo casi tan corto como los 60 años que acabo de cumplir. Aterrizó el avión y él se adelantó unos metros para coger su equipaje. Nos despedimos apresuradamente y caí en la cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba. No hizo falta porque, dicho sea de paso, la bondad no necesita nombres.
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