Las bolsas

Se acerca el gran apagón, el desabastecimiento, la crisis climática, la nueva pandemia, yo qué sé, y tengo que buscarle un uso a esa infinitud de bolsas igual que a los libros malos que me rodean y a los que adivino un futuro chispeante: arderán para calentar la casa cuando ya no llegue el gas y la caldera resulte un objeto raro, una de esas cosas que miras para atisbar un recuerdo en una bruma y entender lejanamente que ese cacharro de ahí sirvió de algo en otra vida.

Estamos otra vez oyendo el animado clangor de las trompetas del Apocalipsis, porque a cada rato nos sorprenden los expertos con un nuevo fin del mundo, y yo me veo a mí mismo como el niño que miraba la cocina económica de la abuela y el brasero lleno de cisco ardiente que calentaba los pies bajo la mesa camilla. ¿Dejaremos la domótica para regresar a eso? No sé, la cocinita de gas que usábamos en vacaciones estará sonriendo en algún armario, igual que ese camping gas azul que iluminaba las caras en las noches de verano con un sonido que era como un soplo, un aliento de geniecillo sobrenatural.

Me veo perdido como haya que volver al arco y la flecha, miro las bolsas de plástico y recuerdo esas palabras de Fernando Fernán Gómez: «No sé hacer muchísimas cosas que hace cualquier otra persona. Hago infinidad de cosas corrientes muy mal, y solo hago tres o cuatro que no es que las haga muy bien, pero que me he profesionalizado en ellas».