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Todavía no es Navidad pero ya anda flotando por el ambiente como el aroma de un bizcocho antes de salir del horno. A mí me gustan mucho estas fiestas con todo su ritual y su parafernalia. De pequeños en casa de los abuelos no quedaba ... un rincón sin decorar, y entre sonidos de cremosos villancicos que lanzaba el viejo radiocasete deambulaba por todas partes una turba de familiares, de primos, tíos, vecinos y gente desconocida esquivando bolas, estrellitas y lianas de espumillón que colgaban de las lámparas.
Estamos en la antesala de la Navidad y este es el mejor momento porque la felicidad auténtica siempre es la que está en puertas, la que más que vivirse se sueña. Además ha caído nieve por las sierras y nuestras autoridades aprietan ya el botón de las luces navideñas. En Logroño hay este año dos grandes árboles de bombillas, filigranas relucientes de acera a acera y una bola gigante. Hace días la vi apagada, quieta, rodeada de vallas y tan amenazante en medio de la calle peatonal que pensé en esos encierros absurdos que hacen en algunos pueblos en los que tiran balones cuesta abajo para que corran los críos, igual que en aquella escena de Indiana Jones en la que escapa de una gran roca rodante.
Las fiestas cambian pero siguen como siempre; ya no enviamos postales pero han encendido las luces y no hay que resistirse. Yo abrazo las nuevas tradiciones navideñas con fervor de converso, me da igual que nos hayan colado la bola gigante, el panetone y el burrito sabanero de los que hace unos años no teníamos noticias; bienvenidos a mi casa. Ojalá venga hasta aquí la tradición griega de decorar barcos con luces en lugar de árboles, una maravilla que se llama 'karavaki'. Con lo que no puedo aún es con esa imagen de Papás Noel y Reyes Magos trepando por las ventanas como ladrones. Los veo y recuerdo ese párrafo de Gistau en el que describe a un hombre harto de la decoración navideña de su calle. Frente a su casa han colocado un Rey Mago hecho de bombillas que parpadea por culpa de un cortocircuito. Un día el vecino, «harto de su indecisión», lo acaba destrozando a perdigonazos.
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