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Habría sido precioso sufrir esta escalada imparable de la factura eléctrica en pleno confinamiento, cuando estábamos todos en casa haciendo videollamadas de trabajo, los chavales en su cuarto enchufados a mil aparatos mientras la cocina ardía como el fogón de una taberna antigua entre humeantes ... pizzas caseras, galletas y crujiente pan de masa madre que entraba y salía del horno. Tú mirabas cómo cobraba vida el bizcocho al otro lado del cristal. Lo veías subir, palpitar, sudar, inflarse en su masa turgente y tórrida, y era un prodigio culinario, casi una cosa sensual, ese bizcocho creciendo entre olor a mantequilla.
Ahora lo que vemos crecer es el precio de la electricidad, que se hincha como esos bizcochos que tan felices nos hicieron aquellos meses terribles. Sube y sube la factura y seguimos como entonces, con la nariz pegada al cristal sin hacer nada, como si dentro del horno estuviéramos nosotros. No sé, igual estábamos poniendo lavadoras por encima de nuestras posibilidades, pero empieza a haber un ruido raro de fondo como de tormenta extraña que va a terminar reventando. No hay manera de aclararse con una factura eléctrica en la que el 75% son impuestos o costes regulados. Nos cuentan milongas y cuando pedimos respuestas hacen literatura como en ese párrafo de Drácula: «Hay algo magnético o eléctrico en algunas de esas combinaciones de fuerzas ocultas, que obran de manera extraña sobre la vida física». En otro momento ya tendríamos manifestaciones y barricadas por las calles, pero pasa lo de siempre: nunca es el qué, sino el quién.
Estamos pagando el sueldo a una ministra para la Transición Ecológica que también es vicepresidenta y dice que no se puede hacer nada. El otro día tuvo que salir del burladero en otro evento de marketing –que es a lo que se dedican– y su solución fue pedir «empatía» a las eléctricas. La luz la terminaremos pagando con esta gris mansedumbre nuestra, pero lo que va a salirnos caro es la factura moral de esta clase política que no tiene pudor alguno en exhibir su cinismo.
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