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Cada ciudad y un sinfín de pueblos tienen un pub en los altares. No uno más ni cualquiera, sino ese a veces en forma de bar, cervecería, discoteca, sala de conciertos o hasta teleclub cuyo nombre alguien pronuncia y un extraño sabe en qué provincia ... está, aunque sea incapaz de ubicarla en un mapa. Un lugar de referencia universal para una minoría de diletantes. Conozco gente que recorre España y hasta parte del extranjero con la intención de conocerlos. Igual que otros se dedican a visitar iglesias, museos o puentes medievales, los rastreadores de esos templos paganos reservan alguna noche de sus viajes para disfrutarlos en vivo. No suele fallar. En la mayoría de los casos, su interior es mucho más modesto que la historia contenida en el rótulo de la entrada o los grupos que hayan podido sonar dentro. La personalidad no está en sus dimensiones ni tampoco en el brillo de las luces y, sin embargo, destilan una autenticad que recorre desde las pintadas en las paredes hasta el serrín de los baños. El Biribay es, era, uno de ellos. Su clausura supone mucho más que otra muesca en la estadística que la crisis agudiza. Con su cierre se derriba también una parte del patrimonio: el musical y hasta sentimental de quienes han pasado allí una noche o media vida. El local se reabrirá de aquí un tiempo quizá con otro nombre y los que están activos seguirán labrándose su propia leyenda que también se invocará cuando declinen. Y mientras tanto, unos pocos seguiremos anhelando una barra icónica en la que cosechar algunos empates y tantas deliciosas derrotas.
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