Yo nunca soy solo yo
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Narrarnos solo tiene sentido si es en relación al otro, el yo no es autónomo, no se origina en sí mismo sino como respuesta a los demás. Escribimos porque hemos leído y porque leemosYo soy yo y mis malas compañías. Yo soy yo y las voces que me habitan. Yo nunca soy yo porque siempre soy otras, nosotros, vosotras, ellos. «Sin atrevernos a andar con extraños, solo podremos seguir siendo los mismos», señala Marina Garcés en 'Malas compañías' ( ... Galaxia Gutenberg, 2022); «No es posible escribir una obra autobiográfica sin hablar de lo que sucede alrededor, porque todo lo que sucede a nuestro alrededor, nos sucede a nosotros», afirma José Ovejero en 'Mientras estamos muertos' (Páginas de espuma, 2022). Leo estos dos libros, uno detrás del otro, el primero una colección de escritos filosóficos, el segundo una colección de relatos de poso autobiográfico, y los pongo a dialogar. Las voces de Garcés y Ovejero se entrelazan y reflexionan sobre el yo que nunca es solo yo, el yo que anda con extraños, el yo permeable a la realidad de otros. Tanto una como otro niegan la autonomía del yo: narrarnos solo tiene sentido si es en relación al otro, el yo no es autónomo, no se origina en sí mismo, sino como respuesta a los demás.
Dice Garcés: «Pensar a través de otros es una práctica política que desacopla los mundos propios y desalambra las vidas privadas». Reflexiona así sobre la falacia de la autoría, lo ridículo que resulta creer que la voz con la que escribimos es propia, que «mi obra es solo mía». Escribimos porque hemos leído y porque leemos, porque somos permeables a las palabras que nos emocionan y excitan nuestro pensamiento, porque atendemos a la voz de otras y otros. Algunos autores se enfadan si les dicen «tu obra me ha recordado a...» porque lo sienten como un ataque a su originalidad. ¡Con lo emocionante que es que te digan «te veo ecos de Llamazares», «me has recordado a Martín Gaite»! ¡Qué maravilla esas voces indirectas, que diría Garcés, que se funden con nuestras voces y resuenan en los oídos de quienes nos leen! ¿No es, acaso, una alegría escuchar cómo reverbera en nosotras la voz de quienes admiramos?
Dice Ovejero: escribir «una biografía ciega hacia otras llagas que las propias, debería estar penado con varios años de exilio». Por eso, la infancia que narra el autor no es solo su infancia: el padre no es solo el hombre con quien todos los juegos acaban en llanto, la madre no es solo la mujer que empieza a trabajar con catorce años cuando lo que quiere es ser escritora, nada de lo que narra Ovejero en estos cuentos le ha ocurrido solo a él porque no se queda en la anécdota del yo. A través de su relato accedemos a la historia de una generación desplazada del campo a la ciudad por la pobreza de la posguerra, de sus anhelos y sus luchas, de una educación brutal y machista durante el tardofranquismo, escuchamos los silencios que se instauran en las familias, nos asomamos a los abismos que se abren entre padres e hijos, sentimos la marca de clase que a veces provoca orgullo, a veces incomodidad. Reconocemos así las llagas de todo un país que sufre una dictadura embrutecedora.
Marina Garcés ofrece una visión del mismo país en un texto dedicado a la memoria de su abuela, que falleció centenaria durante la pandemia. La vida de su abuela se vio truncada por la guerra y después la dictadura. Una joven que comienza su educación en libertad en la Barcelona de preguerra, en el Institu-Escola del Parc, que escribe y dibuja constantemente, alegre, imaginativa, sensible, que huye al exilio francés en 1937 y vuelve a casa cuando los nazis ocupan Francia. Garcés recorre la vida de la abuela a través de unas cartas que encuentra tras su muerte y sitúa su voz singular en un contexto social. El análisis de Garcés podría ser el de Ovejero: «Una dictadura fascista... es un sistema moral, cultural y de clase que gobierna de manera más cruel y al mismo tiempo más insidiosa... en una dictadura nadie queda limpio y por eso vence. Embrutece y denigra incluso a los vencidos». La memoria de Ovejero y Garcés, como el yo, nunca es solo individual: nosotras también somos la abuela Ció en su fortaleza y su fragilidad, somos el niño observador y algo perplejo que celebra con champán el asesinato de Carrero Blanco, somos el escritor al que la realidad se le pega a la piel, somos la filósofa que, escribiendo, hace su trabajo de duelo.
La otra y el uno creen en las historias, en la singularidad de las historias, para acercarnos a la inconmensurabilidad de lo que somos. «Somos las historias que nos contamos», dice Garcés. La realidad es inabarcable, también irreproducible en su complejidad, pero el lenguaje nos da una fuente infinita de herramientas para intentar narrarla. Al escribir intentamos, con una constancia que de tan obstinada causa ternura, descifrar la realidad, poner orden al caos que es la vida, aunque sepamos que el orden es un artificio. O, tal vez, precisamente porque sabemos que el orden es un artificio, seguimos escribiendo.
En cualquier caso, reconocer las propias limitaciones al encarar la tarea de recordar, comprender, ordenar, imaginar, nombrar, es acercarnos un poco más a la verdad. Dice Garcés: «Acercarse a la verdad es aprender que, por mucho que hablemos, jamás llegaremos a decirlo todo». Dice Ovejero: «No soy escritor porque me fascine la literatura, sino porque me fascina la realidad». La escritura sería la herramienta para asirnos a ella, a su belleza y a su fealdad, a su luminosidad y su horror, transformarla en palabras a pesar de saber que es imposible abarcarla con ellas.
En la escritura de Ovejero y de Garcés veo la intensidad de la búsqueda de la verdad y del conocimiento, voces que se construyen no como origen sino como efecto. Efecto de otras voces, miradas, memorias. Voces que transmiten historias, que se cuentan y nos cuentan.
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