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Este miércoles 1 de mayo, La 2 pasó por la noche Ladrón de bicicletas, una fábula intemporal sobre la precariedad laboral; o sobre la precariedad general a la que conduce la falta del sustento que proporciona un trabajo. O sobre el trabajo como forma de ... estar en el mundo. O de no estarlo si te falta. Si -como le sucede a Antonio Ricci, su protagonista- te lo quitan de las manos. Literalmente. No es una cuestión de volumen de trabajo, ni de emolumentos. Se trata de un asunto existencial, y por la tanto de una enorme fragilidad y volatilidad. Y para demostrarlo es suficiente servirse -por lo frágil y por lo volátil- de una bicicleta común, de una bicicleta de 1948, rescatada de un almacén de empeños de la Roma de posguerra; una Roma llena de edificios, habitantes y bicicletas en ruinas. Pero podría ser cualquier tiempo y mundo en ruinas o arruinado. O saqueado. Por la guerra o por la especulación. Rescatada, la bicicleta de la película, de mucho más lejos incluso, del fondo de donde la recupera Ricci: de un abismo de sí mismo. De la primera vez que tuvo que desprenderse de ella, empeñándola, para sacarse unas liras y alimentar a su familia. Esta bicicleta de ida y vuelta, negociable, empeñable, es en esta historia no solamente una herramienta de trabajo, sino uno más de los enseres de Ricci: precioso término 'enseres', que imbrica lo profesional y lo ontológico. Pues Ricci, por necesidad, tuvo que desprenderse en su día de su antigua bicicleta para después, por idéntica necesidad, recuperarla, casi como se recupera a una persona, a un familiar. A cambio -eso sí, siempre hay que entregar algo a cambio- de tener, esta vez, que dejar apilado en un anaquel kafkiano lo más íntimo imaginable: las sábanas de la cama de matrimonio. De regatear con el alma, hecha un hato. Como se ve, en la transacción a la que se ve obligado este parado crónico -paradigma del desempleo pesadillesco, circular- nunca se resuelve nada; siempre se deja empeñada una parte del ser, y de los enseres que a duras penas te sustentan. Para mayor ironía, el trabajo que tenía que realizar Ricci era pegar carteles de un mundo paralelo: los de las películas que se estrenaban entonces en la ciudad, Gilda, por ejemplo. Sueños, fantasías. Inalcanzables. Sólo accesibles en una pared o en una pantalla. Es en un descuido producido -habría que decir- por 'culpa' del cine, en el que la bicicleta es escamoteada. Pero no hablemos en tercera persona, porque todos podemos ser, en un momento dado, Antonio Ricci. En un momento u otro, seguro, alguien te ha robado o te robará una 'bicicleta' con forma de cualquier otra cosa, una cosa básica. Las bicicletas de nuestro tiempo han adoptado otro aspecto pero participan de una misma precariedad: dificultad de incorporación al mercado laboral, sueldos muy bajos, contratos cortos o de una intermitencia insufrible, larga duración en el paro, competencia brutal, brecha salarial. Un estado de cosas que nos puede convertir a todos en ladrones de bicicletas. Porque eso era, de hecho, el lado más duro y menos maniqueo de la fábula, que se titulaba originalmente Ladri di biciclette, en plural; generalización que no fue del agrado de la censura española, que prefirió dejar reducido el drama al de un solo ladrón. Y ésa era la cosa. Un amigo mío siempre dice que el personaje más interesante de la película no es Antonio Ricci sino... su ladrón, anónimo, al que nunca vemos, y que lo más probable es que, claro, también robara la bicicleta por necesidad, que tuviera también sus bocas que alimentar. Yo creo que el que no le pongamos cara sirve para que le pongamos todas. Incluida la de Ricci, que estará a punto, en su desesperación, de convertirse en otro ladrón de bicicletas. Porque la película no es una historia moralista de policías y ladrones, ni siquiera de buenos ni malos, sino -lo cual es mucho más complicado y nos complica- muestra cómo la catástrofe de la pobreza, producida por la rapiña universal, pulveriza cualquier ideal de solidaridad y pone al ser humano en el filo: el que separa de ser robado a robar a tus semejantes. Es una frontera, que en una situación extrema, cualquiera podría traspasar. Todos podemos ser Antonio Ricci, sí, pero también... su ladrón, aunque nos resulte incómodo pensarlo. Si van a Roma, acérquense a la Calle Francesco Crispi y sitúense en frente de su gran muro: sigue siendo la misma pared en la que Ricci pegaba el cartel de Gilda, y el punto donde le robaban la bicicleta. Produce un extraño vértigo. A su derecha, había un famoso salón de Baile, el 'Florida', que ahora ya es un banco. Es un enclave esencial, un símbolo, para entender el 'cuadro' de la bicicleta sobre la que, a fecha de 1 de mayo de 2019, intentamos mantenernos.

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larioja Por una bicicleta digna