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Antes de comenzar La voz humana, hay dos mensajes. Privados: sólo para los espectadores en sala. Uno de Almodóvar, sin gafas (eso en Almodóvar es todo un strip-tease; los espectadores, sin embargo, llevamos mascarilla, todo un embozo) y otro de Tilda Swinton, ... en un plano que es como una ventana, alargada, vertical. Ambos son seguramente de móvil. El de Almodóvar presenta hasta algunos desenfoques. No importa: refuerzan el mensaje, de aire clandestino, la intimidad. Una suerte de interferencia domiciliaria. De entrada, transgreden, anulan la cuarta pared; la distancia estipulada, entre autores y espectadores. Los vemos y sentimos muy cerca. En la sesión, todos formamos parte de la misma comunidad, acogidos por la oscuridad, hermanados en la aventura de recogernos en el mismo espacio. El del cine, como lo llamábamos. La voz humana, por cierto, está filmada, impresa en cine, en cinta cinematográfica, treinta y cinco milímetros. Esta naturaleza fotoquímica permite que la luz de José Luis Alcaine se adhiera al drama como la piel que la habita. Eso sustancia, materialmente, la película. Le proporciona la temperatura adecuada a cada tramo. A la emoción y a su trasunto el espacio. O a los espacios en continuidad: Madrid, el Estudio, la propia sala cinematográfica. En todos ellos se divide, se desglosa, se desarma, se desencuaderna, se desmonta el teatro interior de 'la mujer rota', como diría Simone de Beauvoir. Se trata de puro bricolaje del alma. De un taller de reparaciones del alma. De ahí, el arsenal de herramientas en pantalla (destaca unas hachas de la mejor calidad). Y los bomberos, por lo que pueda pasar. Que pasa, pero sin patetismo existencialista. Almodóvar habla de La voz humana como The human voice (y la película habla también de él, claro, en igual medida aunque más discreta que el personaje de Banderas en Dolor y Gloria). Le gusta referirse a ella así, por su nombre, su timbre, su lengua, su música. Un inglés confinado como un harpa en un entorno castizo (Ferretería Delicias, el tal don José). Swinton habla con cariño en su mensaje de sus «primos españoles». Casi todo el tiempo, The human voice es música. Casi siempre danza –esos travellings laterales, habitual figura de estilo de Almodóvar, en los que parece que Swinton evoluciona a lo Pina Bausch; el deambular tan majestuoso como sonámbulo de ella a tramoya descubierta, por la chácena de su casa y de la que ha sido su vida hasta ese momento– y en un recitativo, con la voz de la mujer a paso de vals, en el movimiento final de la maravillosa suite que Alberto Iglesias ha compuesto para bascular el monólogo, la conferencia: la melodía. El curso de la luz de Alcaine forma parte de esa melodía. Hablando del sentido del oído, no es el menor de los hallazgos en el tuneado de la pieza original de Cocteau, el convertir los auriculares del i-phone en dos preciosos pendientes. Y al propio móvil en el instrumento portátil, ejecutivo y blindado. En un micrófono. Que Swinton interioriza como un chip. El boca-oreja, y su extensión ojos-boca-oreja han formado siempre el órgano vital del cine de Almodóvar. Su mapa. La sala donde nos encontramos es pequeña. Somos una docena, el viernes, día del estreno. Almodóvar y Swinton parecen entrar por sorpresa para dirigirnos un mensaje de excepción, en un estado de excepción, al inicio de una noche abocada a la reclusión temprana. Swinton despide su mensaje enviándonos unos «besos ilegales». Y entonces sentí que durante esa media hora yo no podía estar en mejor sitio que esa sala. Ni más seguro en todos los sentidos. En el Congreso y en crónicas periodísticas, esta semana se han hecho muchas comparativas con el cine (que si John Wayne, que si un Torrente 6, que si Bambi, que si Groucho Marx, que si Titanic, que si Frankenstein, que si Taxi Driver). Algunas de ellas tomando al cine en vano. No es el caso: vayan a ver y a escuchar The human voice. Desoigan a Abascal y vistan sus mejores galas para ir a una de esas 'fiestas del cine'. Ésta. Una fiesta como pocas. En brevedad e intensidad. En cine.
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