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1. A Trump.
Atendiendo, no atendiendo, a periodistas, a la gente; hablando de soslayo, medio asomado a una puerta del Air Force One. Sin ganas, ... sin tener por qué dedicarle un minuto a nadie. Con desprecio. A su nación, a la gente, qué incordio, a los medios, qué estorbo. Gobierna, no gobierna, como si estuviera de paso, sobre una mesa en la que no hay ni un solo ordenador, ni un papel, como en la cabecera de un consejo de administración. Solo un cajón del que saca plumas afiladas como un estilete, como el apéndice de un tornado. ¿Bajo qué mesa circulan, entonces, los asuntos? Su reino no es del Despacho Oval. No se le ve nunca en camisa, currando, que es como siempre han gobernado los presidentes norteamericanos: en una camisa IKE, como las que vestía Eisenhower. Mientras que Trump despacha el negociado con desaprensión, como nicho de negocio y potro de venganza, su país va de cabeza al corralito.
2. Gaza.
Un inmenso y profundo cauce de cenizas. A la espera de que se convierta en un resort, edificado sobre una necrópolis, como pasaba en la urbanización de Poltergeist. A final, se manifestarán la necrópolis y sus primeros habitantes. Se expresarán por las costuras. Una de las paradojas más trágicas de lo humano consiste en cómo se puede pasar de ser víctima a ser verdugo. La diferencia resulta en ocasiones de papel de cebolla. El pianista de la película sobre el genocidio y la destrucción ahora no es un polaco de origen judío; ahora no es un Wladislaw Spilzman. Ahora es un pianista gazatí. Ahora no es el Gueto pulverizado de Varsovia, sino un edificio en ruinas de la extinta Gaza, en cuyo interior, el pianista gazatí, anónimo, minutos antes de que se derrumbe la habitación, interpreta a Chopin, entre lágrimas y miles de cadáveres; la misma balada del Op. 23 en sol menor de Chopin. En fin: puro brutalismo. Brutalidad, quería decir.
3. Al ministro Bustinduy, en la tertulia de Fortes.
Por el caso del impresentable ese que dirige Ryanair, que pretendió insultarle hace semanas comparándole con un payaso, con un payaso «comunista», incluso. El asunto aquel de la multa por el cobro de las maletas que le impuso Consumo. Empezó la entrevista volviendo a lo de si se había sentido ofendido, Bustinduy, digo, porque le llamaran payaso. Perdió la oportunidad el ministro de aclarar que eran los payasos los que tenían que haberse sentido ofendidos porque alguien considerara todavía que «payaso» es un insulto. Y no él, que va en el sueldo el que le llamen esto o lo otro. Es más, perdió la oportunidad el ministro –lo que le hubiera granjeado a Bustinduy la cartera del Circo Price, una vez que deje la de Consumo– de decir que, a la inversa de la intención del tipo de Ryanair, se sintió halagado por sentirse comparado con un señor payaso. No hubo preguntas respecto a lo de comunista.
4. A Blancanieves.
Un reformateo. Que se estrena este fin de semana. Con «personajes reales» o de «acción real». Siempre he dudado de esta clasificación. Todo el cine es animación. Sobre una pantalla, los seres humanos tienen algo de dibujo animado y los dibujos animados algo de seres humanos. De hecho, recuerdo a la Blancanieves dibujada de 1937 con el mismo realismo que, no sé, a Judy Garland. Una misma consistencia, una misma naturaleza. Que al final es la de la luz que atraviesa –definiéndolas– las figuras. Tengo grabado a fuego de carbón para linterna de cine un momento místico: cuando puse la mano delante de la ventanilla de cabina del Radio City Music Hall por la que salió el haz de luz que proyectó por primera vez la Blancanieves del origen.
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