Sin habernos abandonado nunca, ha regresado Frankenstein. La prensa da esta semana noticia de cómo el laboratorio cinematográfico actual está reviviendo, una vez más, –va en la propia naturaleza del monstruo– a la «pobre criatura». Una criatura que para mayor estado carencial, no tenía ni ... nombre; hueco que pasaba a invadir el apellido de su creador. Aquel mismo laboratorio –si bien hoy provisto de una tecnología que perfecciona la calidad de las suturas– que supuso la resurrección eléctrica y universal del mito en los años 30 del siglo XX, cuando la novela dormía en el panteón de los clásicos (y por prevenciones religiosas ni siquiera todavía traducida en España, donde llegaría antes filmada que escrita). Nunca mejor dicho lo de universal, pues fueron los Estudios Universal sus doctores. Y su «Celestina», al adjudicarle una novia que no tenía originalmente y que en estos momentos empodera, con justicia poética, el relato en el que le iba la vida (y las muertes) a Mary W. Shelley: autora a la vez que verdadera criatura de toda esta historia.
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El cine, al que tantos calificaron en sus orígenes de frankensteiniano por consumar el robo del fuego en el haz luminoso del proyector. Y por traer a la vida lo que ya no estaba, o lo que estaba muerto. Porque si ahora ves el 'Frankenstein' o 'La novia de Frankenstein' de los años 30, década entre guerras y de crack, constituyen la grisalla de un elenco fantasma, grabado en el blanco y negro de las sombras. El cine de la próxima temporada tiene en el taller numerosas versiones de 'Frankenstein', mito cuyo meollo es precisamente el drama de la «versión»: física, emocional e intelectual, del individuo. La forma que somos. Y su encaje en el mundo. El tipo de «obra», de «pieza» que es el ser humano, que diría Hamlet. Este príncipe, tan huérfano, tan desencadenado y tan leído (como la criatura, que acabará convirtiéndose en un empedernido lector). La orfandad: un tema mayor del mito de Frankenstein. Porque hay que preguntarse por las razones de su puntual y sintomático regreso. Su proliferación metafórica es inacabable, y últimamente alcanza a los «gobiernos Frankenstein». Pero nunca esta progenie es caprichosa. Si el monstruo ha vuelto a reformatearse entre nosotros es por algo. ¿Se han agudizado las sensaciones de orfandad, de falta de referentes; de dudas acerca de nuestra constitución y de la del cuerpo social? ¿No vivimos en la era de la fragmentación, del mosaico, de la atomización, y del reseteo, del reciclaje? ¿No se ha roto en mil pedazos el espejo que creíamos que nos contenía? ¿No se han fabricado, en su sustitución, infinitas pantallas que nos devuelven imágenes materializadas por el algoritmo frankensteiniano, que nos fabrican como una imagen, que inventan ni más ni menos que nuestro ser en sí mismos: nuestro selfie? ¿No son, en fin, estos los tiempos de la réplica? Así que... ¡hola de nuevo, hermano! Sé de lo que hablo, conviví con la creatura durante años para hacer mi tesis doctoral sobre el mito de Frankenstein en el cine español, hasta la Transición (la criatura es también un ser transicional) y desde entonces me es familiar. Lo veo en tantas situaciones y dramas, íntimos y generales. Muy familiar. De hecho, lo conocía desde niño. Vivía en uno de los pisos del 13 Rúe del Percebe –inmueble que nació el mismo año que yo–, concretamente en el segundo. Era una criatura grandota y verde, con cara de niño, asustadizo y domesticado por un mad doctor como de sainete. Y luego estaba también en la televisión de finales de los 70 (plena Transición) ¡el monstruo de Sanchezstein! (tela), y su monstruo Luis Ricardo. En una de las entregas del 13 del Percebe, la criatura ya no estaba. Se dice que no gustaba que ese mito –todavía visto con recelo en la España de finales de los años 60– estuviera en una publicación infantil. Ibáñez lo sustituyó por un mad sastre, con lo que el dibujante preservó, al menos, la alusión velada a la condición existencial del personaje como costura. Y ahí seguimos.
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