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El lunes por la noche, en La 2, y tras guardar la digestión reglamentaria, vi en apnea La primera sirena (1952), en una copia maravillosamente lavada, que hacía rechiflar el cloro technicolor, o el technicloro. Baño nocturno ideal para una semana como ésta, tan sofocante ... y tóxica en muchos aspectos. Me fascinaban de niño las acrobacias de esta diosa de la sincronizada, Esther Williams (1921-2013); de esta diosa o vedette en bañador que nunca supe si nadaba o volaba. Y de la que luego yo buscaba replicas en la piscina de mujeres de Cantabria. Al igual que de las propias piscinas de las películas: abracadabrantes fuentes de color y tramoya. Las mismas gafas que utilizaba yo para la piscina me servían para el cine. Y las utilizaba en ambos casos para bucear. Esther Williams, en 1973, con 52 años (¿cómo funciona la edad en una sirena?), renunció a una última inmersión, a modo de coda. Podría pensarse, con lógica, que veía en ella una especie de contradicción en términos, y el riesgo de dejar en el espectador –cuya memoria seguía al borde las piscinas fantásticas de la Metro– una estela decadente y amarga, y la clausura definitiva de su Escuela de Sirenas. Pero no: se lo prohibió su tercer marido, el actor Fernando Lamas, por «razones de peso» (de su esposa). Sin embargo, a Esther Williams, cuyo peso en 1973 hubiera ido a favor de personaje y obra, lo lamentó el resto de su vida, porque le habían ofrecido una de las más hermosas y emocionantes secuencias natatorias de la historia del cine. Una secuencia memorable, que nos marcó a fuego (¡y a agua!) a los que la contemplamos –la primera vez, luego fueron muchas más veces– en la fecha de su estreno y en mi caso con 12 años, acompañado por mi tía María Luisa, socorrista en tantas películas, y en el SAHOR, que era como la piscina olímpica de los cines de Logroño. Es verdad que la secuencia, de haber sido surcada por ella, hubiera supuesto asistir a la implosión del fuelle de la Hija de Neptuno, pero hubiera supuesto también la gloria del cementerio marino. En una época en la que Hollywood reclutaba para el siniestro total –en Jumbos, dirigibles, rascacielos y la falla de San Andrés– a estrellas en tiempo de descuento, desde Gloria Swanson o Mirna Loy a Olivia de Havilland o Ava Gardner, a Esther Williams le ofreció el productor Irwin Allen –y cómo no lo iba a intentar– el papel de Belle Rosen en La aventura del Poseidón, que siendo una de las primeras películas del género catastrofista ya la daba la vuelta. Recuerden: Belle Rose era una excampeona de natación que viajaba en el Poseidón con su marido, Manny, camino de Israel a conocer a su nieto. Tras 'vulcar' el transatlántico, Belle, en el descenso al inferno acuático, tendrá que atravesar un pasadizo inundado y... Al final, fue Shelley Winters quien, con la misma edad que Esther Williams y 16 kilos que engordó para el papel (a sabiendas de que eran irreversibles) la que incorporó, ¡y cómo! a la sirena tardía Belle Rosen, y resolvió la secuencia, sin doble alguno, sumergida en el tanque de agua de la Twenty Century Fox. La Winters no era una nadadora mítica, pero tenía una gran experiencia acuático-poética en desaparecer bajo las aguas, en películas legendarias: se había 'caído' del bote que remaba Monty en Un lugar en el sol (1951) y se hundía al volante de un coche, y con su cabello cimbreándose como un puñado de algas prerrafaelitas en La noche del cazador (1955). Luego sabía a lo que se enfrentaba. Y hay que verla nadar conteniendo la respiración, aleteando su vestido de Nochevieja entre los hierros del Poseidón. Hasta que emerge, boqueando, y cada espectador con ella. Y la medallita y el tema de flauta y maderas de John Williams. Es esta secuencia una cumbre (y a la vez de un fondo de piscina, donde cubre) del romanticismo espectacular, en la que también daba sus últimas bocanadas una naviera cinematográfica clásica, en ese momento con el agua al cuello.
Esther Williams murió un día de mi cumpleaños y sus cenizas de sirena son plata del Pacífico.
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