El otro día estuve viendo en el Centre Pompidou la exposición 'Surréalisme', que celebra el centenario oficial del movimiento y de su manifiesto; si bien lo surrealista ya existía de mucho antes, claro, y ha de proliferar en el futuro, reformulado por las nuevas cepas ... que se vayan manifestando, a cada cual más surrealista. A la par que normales. Una vez que lo surrealista –término que antes se pronunciaba con rictus de extrañeza– ya está instalado entre nosotros como algo corriente. Y programado en el tour operator. E interiorizado De hecho, todos participamos en nuestra constitución de algún -ismo, o de varios a la vez. Incluso en contradicción. Podemos tener órganos adscritos al romanticismo y otros al ultraísmo. O una mente idealista habitando en un cráneo cubista. O unos ojos impresionistas y un sistema nervioso fauvista. De igual manera que cada cosa que nos sucede es berlanguiana, o los cielos de Madrid nos parecen velazqueños, o no poder ni salir de un sitio (de la sala de un Museo petado, por ejemplo) es buñueliano (o sea, que de lo que no salimos es del surrealismo). Acabo de decir que hay un surrealismo corriente, como asumido. Pero no sé si todavía de curso legal. En España se inicia el año con una querella contra una actriz que mostró una estampita con una vaca de fantasía, de corte buñueliano. ¿Qué será lo siguiente? ¿Empurar a la vaca que ríe? Pero volviendo al puzle de -ismos: en el mismo París, donde las exposiciones hablan entre sí, se complementan y critican, puedes ahora mismo sacarte un autorretrato completo, un fotomatón (objeto muy museable últimamente), pues compruebas –realmente, o surrealmente– que resulta innegable que por añadidura al surrealismo (triunfante en taquilla esta temporada), vienes dotado de fábrica de un ángulo pop (Fondation Louis-Vuitton), sí, divertido, rechiflante, americano y de cómic, y otro povera, de arte pobre (Bourse de Commerce), de un estilismo de residuos, reciclaje y materia aparentemente desechable. Mierda de artista, vaya, como llamaría Piero Manzoni a la que enlató en su día. Una mierda subastable en el mercado del arte (híbrido entre capitalismo y dadaísmo), que alcanzó hace nueve años la cifra de 275.000 euros la lata. Pero el pie de la obra artística es siempre frágil y perforado. De hecho, todo el edificio de la Bourse y sus contenidos temporales están horadado por un ratoncito autómata, poverino, que atrae los móviles y la simpatía global. Sí, pues somos esa amalgama, que los museos nos devuelven catalogado. Ver exposiciones sobre tendencias naturales y artificiales que nos hacen la cabeza nos depura. En la fila de público de la escalera automática de bajada (que es la versión de la escritura automática del movimiento) del Pompidou ya se apreciaba la catarsis surrealista. Que nos pone de nuevo en la casilla de salida. Del laberinto. Como escenografió Marcel Duchamp la exposición surrealista de 1947, con aquella boca monstruosa, como de Museo de Cera o de Feria, que devoraba al visitante para introducirlo en el dédalo caprichoso de casillas y circunvoluciones inexploradas. No en vano, el surrealismo más próximo se generó entre las dos guerras mundiales, tras un paisaje extendido de cráneos desportillados, masa encefálica al raso y globos oculares desorbitados. Motivos iconográficos del movimiento. El interior expuesto a los elementos. El surrealismo es pura anatomía. Con todo, lo más extraño, con diferencia, es la realidad. ¿Para cuándo un Museo de la Realidad, o de lo Real? Aunque la realidad no cotiza como la mierda de Manzoni, y eso que los excrementos de la realidad son de mejor calidad; o sea de peor. Me pasa, en fin, con el surrealismo –que etimológicamente nos sitúa por encima de la realidad– como con los monasterios de Suso y de Yuso, que muchas veces dudo, así de primeras, cuál es el de arriba y cuál el de abajo. La realidad en superficie, la de arriba, permanece de siempre en obras, como ahora Suso. ¿Era Suso, verdad?

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