En tiempos turísticos de distancia larga y masiva, persigo momentos –tardes de este último verano, por ejemplo– de recogimiento y viaje inmóvil, con música de fondo por la casa y luminosidad abundante, para realizar pequeñas excursiones fantásticas. Al trasluz. El vehículo que me transporta es ... un juguete óptico descatalogado y minúsculo. Es, de hecho, una versión jibariza de otro artefacto visual mucho mayor a su tamaño real: la televisión de toda la vida. El televisor. Así prefiero llamarlo en esta ocasión, por describir más propiamente la naturaleza de la experiencia; por acercarse –me refiero al juguete que voy a traer aquí– a otros visores de imágenes, de carácter doméstico, individual y de dedo. Tipo el visor de fotogramas de películas que comprábamos de niños en el Tren de la Anita (el cine, así, llegó dos veces: a la Estación de la Ciotat de los Lumière y al Tren de la Anita) y la ruleta estereoscópica del «View-Master», accionada a gatillo, como el tambor de un fusil. Se trata de una miniatura de televisión que se vendía –aún hoy todavía, en tiendas de souvenirs con restos de serie u on-line– en escaparates de 'Recuerdos', junto a llaveros, ceniceros, dedales, cucharitas y cortaúñas estampados con el escudo de la localidad o el retrato de su santo patrón. Desde niño me fascinó este objeto; lo fantasmagórico de las vistas a las que se accedía por una ventanilla dorsal, como si fuera una segunda cadena de la parrilla televisiva, o un peep-show regional. Vistas de color desvaído, con playas y catedrales casi borradas. Presentaba el panorama la débil consistencia de una proyección de linterna mágica, sólo para mis ojos. Y el ruidillo: el click producido por una pestaña apretada por tu dedo. Un click como de carrusel de diapositivas. Con sólo hacer click, la estampa desaparecía girando por su izquierda, mientras otra entraba por la derecha. En un click cambiabas de castillo, de monumento o de litoral. Calculo que serían los años sesenta del siglo XX, al hilo de la generalización de dos inventos, la televisión y el turismo, cuando se ingenió este aparatito, al modo de un postalero de bolsillo, que metía tu país en la ventana hegemónica. El lugar donde había que estar para ser (visto): la caja de una televisión. ¡Y en color!, algo imposible entonces en las Telefünken o en las Cruz del Sur. Y todo cabía: el Monasterio de Piedra, las Cuevas de Zugarramurdi, Benidorm, el Pilar de Zaragoza, el Papamoscas de la Catedral de Burgos, la Puerta del Sol, el Obradoiro, Valencia en Fallas, la Torre del Oro, la Concha de San Sebastián. Fueron mis primeras veces en esos sitios. O la única: en el Monasterio de Piedra sólo he estado dentro de esa mini televisión. Pero guardo un recuerdo –un souvenir– espectral de sus cascadas, que dudo sea superado por una visita. Y luego estaba Logroño. Yo me iba con mi tele-visor al Espolón y veía al Espartero fuera y dentro. Y activaba el tambor y aparecía el Puente de Hierro, y la Gran Vía. Y el rumor de la ciudad alrededor mío lo convertía en cine sonoro; en una pequeña barraca de feria; como aquellas que te permitían hacer viajes simulados (pero realmente emocionantes) montado en un tren a través de cuyas ventanas rulaban ciudades y paisajes pintados. Ahora busco este kitch de los orígenes en anticuarios, o me suministra ejemplares el amigo Ángel Achútegui, mi buhonero de este singular artículo. Las últimas adquisiciones: Castelló D'Ampuries, La Toja, la Playa de Tamariu, Eunate y ¡el monasterio de Valvanera! Voy cartografiando así una mapa de España, que no es ni político ni geográfico –las «dos Españas» que colgaban de las paredes de las Escuelas– sino un mapa calidoscópico, en el que cada provincia se contiene en una rueda de imágenes soñadas. El tele-visor ha sido este verano mi plataforma preferida y mi tour operator.Hoy estoy de regreso. Y deshago la minúscula maleta de destinos impresos en filminas.

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