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El cine, y su terminal Hollywood, es una forma extremada de vida. Durante un tiempo, un actor o una actriz es el tope de la ... rutilancia o de la fama, pero al final de la película aparece momificado al cabo de diez días en el vestíbulo su casa, o hundido en el fondo de una piscina o en el fondo de un tubo de barbitúricos. La celebridad, el mito, es en Hollywood muy a menudo una historia de caída, en forma de muerte o de olvido. O de las dos cosas a la vez. Una historia, en fin, de tragedia, que acorta el camino entre el Olimpo y el Hades. Entre la alfombra roja y las miserias del inframundo cotidiano. En el interior de tu mansión tienes varios Oscars en una estantería y fuera, en el jardín, eres –cuentan de Gene Hackman (1930- 2025)– un vecino antipático, apartado del oficio hace veinte años. Hollywood es siempre el Sunset Boulevard de Billy Wilder. En la secuencia que abría la película pero que luego se cortó por su rigor mortis dos cadáveres hablaban en la Morgue de Los Angeles. Un cadáver le decía al otro, recién llegado: «No te asustes. Estamos aquí todos juntos. No pasa nada». Para luego preguntarle si trabajaba en el cine. El novato en morir le dice que sí, y tras hacerle un pequeño relato biográfico, el cadáver veterano le confiesa: «Lo que me interesa es saber cómo moriste».
A mí también me interesa saber cómo murieron Hackman, su mujer y su perro. Era mi actor favorito Gene Hackman, un portento de sobriedad y verosimilitud, y me ha entristecido el escenario de su muerte. Y hago memoria de cuándo lo vi por primera vez, y también moría, y descendía al Hades. Lo conocí cayendo. Mi primer Hackman fue su reverendo Scott de La aventura del Poseidón (1972). Yo tenía once años y me llevó a verla mi tía María Luisa al Sahor, a su pantalla oceánica. El sacrificio final de Scott –un personaje que como todos los demás iban desprendiéndose de sus atributos (ropa, complementos, el clergyman en su caso) para convertirse en náufrago– me impresionó enormemente. Aquel cura que atravesaba un mundo invertido, en el que los urinarios estaban boca abajo, como los quería Duchamp, atravesando cortinas de agua y de fuego, buscando la salida no por la cubierta sino por la sala de máquinas: por el laberinto de tuberías rusientes que llegaba a formar un octavo círculo infernal de Dante. Un transatlántico, con nombre de deidad marina, que en su vuelco ponía patas arriba el orbe y precisaba un nuevo Moisés que pastoreara a la grey peregrina entre sus aguas abiertas. Un barco que era también el del cine, pues viajaban en él Shelley Winters y Ernst Borgnine o Red Buttons.
Cuando más adelante los fui viendo a todos en Lolita, Marty o ¡Hatari! me di cuenta que los había descubierto en los intestinos del SS. Poseidón, ya al final de sus carreras, pero en mi inicio como grumete en las salas cinematográficas. No digamos cuando luego vi a Leslie Nielsen en ¡Aterriza como puedas! y entonces me expliqué cómo no iba a capotar el Poseidón estando el doctor Barry Rumack al mando. Nunca olvidaré el plano de Hackman, del reverendo Scott, en esa especie de huerto de los olivos en las calderas del mundo transatlántico. Colgado del volante de una válvula al rojo vivo, entre chorros de vapor. Sabe que girar la válvula desbloquearé la salida (a esas alturas o profundidades de la película, también la de los espectadores), y que eso le costará la muerte, la caída al aceite en llamas. Y su oración, su réplica: «¿Qué más quieres de nosotros? Lo estamos haciendo todo nosotros. Nosotros unidos. Y lo hemos hecho sin exigirte que nos hicieras un milagro. Pero ¡maldita sea!, no nos abandones. ¿Acaso estamos solos? ¿Cuántos hemos de morir? Ahora me toca a mí. ¡Aquí estoy!». Aún se me pone la piel de gallina. Pero este viernes, viendo a Trump con Zelensky, me acordé de otra frase de Hackman como terrible capitán Ramsey en Marea roja (1995), cuando le dice a su comandante (Denzel Washington): «Estamos aquí para defender la democracia, pero no para practicarla».
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