El western lo ha contado todo. Estados Unidos se explica y romancea en los westerns. Y el western, de hecho, no cesa. Se refunda en series y en películas. Muchas de estas nuevas entregas aparecen incluso bajo la apariencia de otro género, pero son westerns ... en el fondo, profundamente westerns en su poética y geografía. La serie 'Yellowstone', por ejemplo, se reconoce en el western, no cabe duda. El western ha relatado, entre otros temas, el drama de la tierra, de su pertenencia y heredad. Y de su violencia, física, que las películas del periodo áureo mostraban de una forma pantomímica, coreográfica, sin derramamiento de sangre a la vista, pero que ahora, el nuevo western revela en la verdad de su impacto corporal. A quemarropa. Sí, es una historia de violencia el western. Como también lo era el antiguo testamento de los pioneros. No otra cosa es el arcano del western y de la nación: un relato entre pastoral y cainita, tribal. El western inventa la Edad Media americana, y su biblia, que es inversa a la que conocemos, pues no trata el mito de la expulsión del Edén, si no de su búsqueda, a uña de caballo, a sangre y fuego, naufragando (véase '1883', la hermosa precuela de 'Yellowstone'). El mito del origen de la civilización. El western es lírica y guerra. Epopeya y fratricidio. Individualismo y clan. Indigenismo y colonización. Espacios abiertos y crimen. Hechos y leyenda. La victoria de la leyenda. Las «del Oeste» cuentan un sueño inacabable, de infinitos episodios, muchos de ellos relativos a la búsqueda del hogar y de un lugar en el paraíso; a la ilusión del asentamiento y del logro de la propiedad, privada, inexpugnable. La religión de una comunidad en formación, ahormada en el miedo y en el recelo frente al «otro» y la amenaza exterior. Una comunidad ahormada y armada. Cuenta, en fin, una tragedia, la tragedia americana. Aún activa, como la caldera de un volcán. Fuera del vallado del rancho, todo resulta una agresión, una invasión y una partida de enemigos. El western hizo del rancho una de sus fincas dramatúrgicas más características, una domesticidad trágica. Y creo un motivo argumental fundamental, con muchos títulos en el inventario del género: la lucha a brazo partido, infectada por el odio, entre rancheros –agrícolas asentados–, y los vaqueros ambulantes, que pastoreaban ganado de punta, campo a través. El rancho es, en las tablas de la ley de western, hogar familiar, sí, pero vivido como fuerte, bastión, refugio, cuartel y armero. Un estado dentro del Estado. Bendecido por Dios en cada caso y en cada casa. Regido por la desconfianza y el miedo. Lo que Donald Trump –hacendado multimillonario y ahora presidente supremo del solar– considera hacer más grande América es, muy al contrario, un regreso al rancho, a la ideología del rancho, a la política del rancho, en su versión más radical y temible. A un rancho que es, en realidad, un terreno desconocido, al que nos va a arrastrar. Y he usado el término «política» que ya resulta en sí mismo extranjerizante y woke en el panorama de cercado en el que entra América. Este lunes, la 2 ponía 'Centauros del desierto' de John Ford a la misma hora que, en directo, Trump recibía un baño de masas, en vísperas de su renombramiento. Prefiguraba lo que al día siguiente ya sería la puesta en escena obscenamente cesárea e imperial de firmas de decretos, rubricados con la desaprensión de las sentencias. 'Centauros...' trata precisamente de las heridas internas del país, de la familia rota y de la neurosis del miedo al otro. Ford, un republicano –como John Wayne, como la mayoría de su clan–, le hizo públicamente frente a otro republicano (e inventor, por cierto, de las tablas de la ley en el cine), Cecil B. de Mille, sacándole la cara a los incausados por el infame Macartismo, que ahora mismo parece resonar en discursos y proclamas. No creo que a Trump le importe nada América ni los norteamericanos. Sólo le importa el rancho. El suyo.

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