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Así que era esto: la 'criptomnesia' o 'criptoamnesia'. Dícese –según la wiki– de «un fenómeno ilusorio de la memoria», «cuando se recuerda algo que está almacenado en la memoria, pero no se experimenta como un recuerdo». Vulgo: el plagio o autoplagio inconsciente. Y su sintomatología ... ha saltado a los titulares de prensa porque un reciente documental de la CNN le ha aplicado la lupa a una canción de Taylor Swift y han aparecido lo que podían ser trazas de un fraseo ajeno, cuya ubicación en un tema de la diosa del pop es, cuando menos, misteriosa. El asunto desborda la psiquiatría para internarse en la neurología del business cantante y sonante y de sus águilas legales. My Taylor is rich. ¿Cómo circunvala el orbe sonoro una frase o un compás y llega hasta al atril de Taylor Swift? Al igual que las criptomonedas, la criptomnesia consiste en una economía sumergida; en este caso de ideas o pensamientos de circulación opaca e intestina. Y que pone en solfa –nunca mejor dicho– el concepto de originalidad. ¿Es lo que llamamos originalidad un cedazo de influencias destiladas en un alambique cuyo colector y cuyo cuello son un laboratorio efectivamente alambicado; un efecto de cuando la memoria hace extraños, como una pelota tirada con efecto? ¿Es el arte del borrado de las influencias? ¿De encriptarlas? ¿Consideramos original lo que es sólo una última versión? ¿Es lo original simplemente un recuerdo? ¿Un recuerdo tuyo o importado? Cuando le preguntaron a Louis Lumière si se sentía orgulloso de haber inventado el cine, él respondió que sólo había sido el último en llegar (a la idea, la de la imagen en movimiento). Entonces, claro, no es necesario ser Taylor Swift –ni otros cantantes o escritores estelares, a los que también se les ha diagnosticado (y a algunos de ellos multado) la criptomnesia en ciertas obras, para sufrir una afección similar. Nos puede pasar a cualquiera. De hecho, seguro que nos pasa. Continuamente. Es posible que seamos todos –ya de fábrica– criptoamnésicos en algún grado. Ni en esto, pues, seremos originales. Pienso, sin ir más lejos, que yo no recuerdo haber oído cantar a Taylor Swift más que haciendo de la gata Bombalurina en Cats (versión cinematográfica que merece ser encriptada en el olvido), pero que igual es una disfunción amnésica y resulta que sí, que un día me supe todas sus canciones y hasta fui a verla al Bernabeu y ahora, si me pusiera, en un karaoke podría cantarlas con mis sobrinas. O que las tarareo en la ducha inconscientemente. Ya no estoy seguro, sobre todo después de leer esto de la famosa criptomnesia, de dónde y de cuándo viene lo que pienso, digo o escribo. Y por boca de quién hablo. Me temo que si he creído alguna vez tener alguna buena idea en mi vida, lo que sucedió es que la contraje o se me inoculó en el algún momento y quedó en letargo el suficiente tiempo como para reaparecer como nueva y mía. Igual es que realmente me limité a blanquearla. A hacer pasar por nuevo lo que ya estaba antes. Incluso dentro de mí. Será que una idea (entiéndase un verso, una línea, una secuencia, un acorde) es como uno de esos ultracuerpos de la película. Una vaina. ¿Lo que venimos es con vainas? La etimología del verbo 'inventar' ya lo advierte: invenire. O sea: lo que viene. Lo que se inventa viene de algún sitio, conciencia o tiempo. Y nosotros somos los últimos en llegar, como Lumière. Envío, en fin, este Ojo al periódico e igual ya envié uno igual, palabra a palabra, hace cinco, o diez años. Porque llevo veintiún años y unos mil ojos. E igual he perdido la noción de la fuente de lo que digo. A lo mejor estoy internado en un circuito de influencias que voy administrando y reciclando, sin darme cuenta. Igual me he convertido en mi propio y principal influencer. Tengo que hablar con un amigo abogado para ver –de comprobarse que es así, que me he autoplagiado– si puedo emprender medidas legales contra mí mismo. Pero ya, si eso, espero hasta después de fiestas.
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