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Es muy posible que cuando los arqueólogos se adentren en las recámaras más profundas de alguna tumba aún no desbrozada en el Valle de los ... Reyes se encuentren una estela jeroglífica en la que entre Anubis y un escarabajo se represente el signo de una maleta de perfil; una modesta valija de cuero desgastado sin ni siquiera pegatinas de los legendarios hoteles del mundo de entreguerras; un equipaje como para viajar en 2ª clase de un ferrocarril entre Suez y El Cairo. Una vez descifrada, se sabrá que se trata de la maleta del egiptólogo Howard Carter, incorporada ya al alfabeto del antiguo Egipto, como un emoticono más de su criptolenguaje y como un objeto de su utilería de culto; del tipo de un vaso canopo o de una momia de gato. Como nada es ajeno a la mitología de las excavaciones en el solar faraónico (a las excavaciones en general) cabe fantasear con que los que se internaron en ellas ya habían estado allí en otro tiempo y quedaron impresos en el lienzo de su muros o paredes. En el episodio de las obras del Metro de Roma de la película homónima de Federico Fellini, sucedía que cuando los ingenieros responsables de la obra perforaban con las máquinas una pared subterránea descubrían una domus del primer siglo d.C. en la que se veían pintadas en las paredes figuras humanas con... sus mismos rostros, diecinueve siglos antes. Basta, en fin, pensar o imaginar otro tiempo para de alguna manera resultar inscrito en él. Y así, como el egiptólogo Howard Carter (1874-1939) es parte de Tutankamón, de su reinvención, un miembro de su misma dinastía simbólica, esta semana, al subastarse por 14.300 euros una maleta suya que transmigró de mano en mano, su figura se me antoja transportada al escenario egipciaco, como una inscripción datada en aquella era. Cabe pensar que el mismo Carter se vio o se soñó en muchas ocasiones como un personaje del friso de la tumba en la que investigó. Quién sabe si lo que intentó con su incursión no fue si no regresar al mundo al que perteneció un día. Esto es lo que sale como un sifón de polvo secular cuando se descerraja una pirámide: la ficción. Y esto es también lo que aparece en el seno de una maleta vacía: una cámara secreta. No existe hueco más repleto que una maleta vacía. Porque una maleta retacada no deja ver el contenido del viaje, su razón última. En cambio, cuando la maleta está vacía, sale el aire del lugar que se abandona y el del próximo destino. Salen también palabras en tránsito y un perfume dulzón. Les habrá pasado el tener que vaciar la casa familiar y encontrar, por ejemplo, las viejas maletas de los padres. Quizás guardadas desde el viaje de novios o desde el primer veraneo con los hijos. Hay todavía maletas en los altillos que guardan una guerra, un secreto, una música, una idea. Yo no me explico a mí mismo sin la maletilla de cuero marrón que me compró mi madre cuando me fui interno lejos de casa con once años. La he guardado hasta hace poco tiempo. Alguna vez que me atrevía a abrirla, veía en su caja el resumen del fin de la infancia. Es un misterio cada maleta y merecería ser incorporada a la cadena de iconos que representan el cruce entre riberas, la terrenal y la sagrada. De hecho, se puede ver la maleta de Carter como un rito funerario a todos los efectos. Su maleta era una maleta del común. Iba ligero de equipaje para verificar sin exceso de peso el último y definitivo viaje. Una maleta de cabina, a diferencia del bagaje real, que era una carga que había que facturar necesariamente antes de transportarla en la bodega de la barca. Es también la de Carter una maleta civil, profana, que contenía –ahora se ha revelado– un solo elemento, pero muy significativo de lo que los humanos sabemos que cuesta orientarse en el más allá: una guía para viajeros por el Nilo. No había ni viandas ni tesoros ni monedas. Sólo la guía, y repujadas en el cuero, las iniciales H. C. Lo justo para acreditar ante Osiris que se trataba de él y que había pertenecido a la Corte del Faraón. Familia, vaya.
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