Steven Spielberg, en Encuentros en la tercera fase, le dio a François Truffaut el papel del profesor Claude Lacombe porque –más allá de honrar cinematográficamente al director francés– estaba convencido de que, una vez producido el hipotético encuentro, el lenguaje (en ese caso, el musical) ... sería la clave de la relación del ser humano con los extraterrestres, en quienes podría verse –como después en el E. T.– una versión del «pequeño salvaje» de la película homónima; es decir: seres con caracteres humanos pero también animalescos que provenían de un exoplaneta silvestre y extranjero, ajeno a los códigos lingüísticos de nuestra civilización, y con quienes habría que ensayar una nueva forma de comunicación, recíproca. Y en el personaje de Lacombe, Spielberg intentaba claramente una réplica del hombre que se «encontró» en la tercera fase con el niño del Aveyron, el médico Jean Itard, que también había interpretado hacía siete años el propio Truffaut. Era Encuentros una ópera sobre la apertura de un nuevo horizonte de conocimiento y de comprensión cósmica. Y también espacial, de perspectiva espacial; muy acorde a la anchura panorámica de la imagen cinematográfica, que venía ampliando el límite de lo visible para nuestro ojo. E inventando en su pantalla un nuevo horizonte, inédito para nuestra imaginación. No es casualidad, por tanto, sino más bien continuidad, raccord, que se dice en el argot, que Spielberg le pidiera interpretar en Los Fabelman a David Lynch (1946-2025) –que había movido la línea del horizonte del cine, de su misterio– el papel de John Ford; otro que con un solo ojo había redefinido en sus películas la relación entre el espacio y la emoción; lo que suponía renegociar el arte de las luces y la sombras, sus proporciones, y determinar el marco y la dimensión de lo mostrable, en el interior y en el exterior, para que en todo en la pantalla resultara relevante, significativo: una geografía poética. Tampoco es casualidad el que Lynch y Spielberg nacieran el mismo año: 1946. Y de hecho, hay también en el Lynch de Los Fabelman mucho de Spielberg, desdoblado en Lynch/ Ford –los maestros– y en el joven Sammy –el alumno–. Nacieron ambos el año en que Ford rodaba Pasión de los fuertes. Casi nada. Camino de El fugitivo. Ahí se estaba creando un ascendente, sin duda. Y entre Spielberg y Lynch, una hermandad horizontal. En la secuencia final de Los Fabelman, pero la primera del destino como director cinematográfico del joven Sammy Fabelman, Spielberg (se) cuenta la otra gran lección magistral sobre el mirar en y desde el cine, junto con la de Howard Hawks, que decía que la cámara tenía que estar situada siempre a la altura de los ojos del actor o de la actriz. Pues aquella lección se la daría el mismísimo Ford a Spielberg, siendo este aún un alevín de la cámara y del nuevo Hollywood (habitado por nuevos pequeños salvajes), y constituyeron para Spielberg las tablas de la ley de la composición en pantalla, de la que depende el valor de lo que queda dentro o fuera de campo. Valdría, por cierto, este horizonte variable que le dictara Ford para componer el plano, como óptica para calibrar otras muchas escenas y asuntos a los que nos enfrenta la vida, como actores y espectadores. Le aconsejó Ford a Spielberg –y en Los Fabelman a Sammy, por boca de Lynch– el que la línea del horizonte del plano nunca estuviera en medio, doblando la pantalla en dos, sino en el tercio superior o en el tercio inferior. De manera que el espacio de cielo o tierra que quedaran inscritos fueran desiguales, no dos mitades equivalentes. ¡Sabia lección!, para el cine y la vida. Porque en esa porción más grande de suelo o de cielo es donde se alojan, visibles u ocultos, los datos. Hay, por cierto, varios planos que cumplen con esta prescripción en Una historia verdadera, le película de Lynch a la que Ford se hubiera visto más cerca. Lo malo es que hoy, practiquemos el horizonte que practiquemos, siempre aparecerá en el cielo un mega cohete de Elon Musk espantando pájaros y aviones.
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