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Ahora que se investiga el sentido del humor en los animales y que, para verificarlo, el otro día en Cervera del Río Alhama una vaquilla bienhumorada consideró como una etapa reina de su carrera el hacer uso de un cajero automático, recuerdo a la Vaca ... que ríe. Una marca de queso en porciones pero a la vez un concepto de la felicidad pasteurizada. O de la fabulación vacuna. De niño, en tu casa, a la hora de la merienda, eras del Caserío me fío o de la Vaca que ríe. Se libraba ahí, cada tarde, una batalla por la cremosidad y la fidelización. La vaca risona era francesa y su retrato era una mezcla entre una bucanera y una diablesa. Era de color rojo, llevaba pendientes (dos cajitas, a su vez, de 'La Vaca que ríe': publicidad dentro de publicidad) y aparecía astada por dos cuernos, ya digo, como mefistofélicos. La oías reírse desde lejos y tenías la sensación de que se reía más cuando abrías la caja, como si le hicieras cosquillas. Por eso digo que era más que un queso: era un logo, una viñeta, un icono que sigue uniendo a esa carcajada carnavalesca, descarada, la memoria gustativa de la infancia. La Vaca que ríe se convirtió con el tiempo en una vaca pop. Si los Rolling no hubieran tenido ya su lengua roja entre morros, la Vaca que ríe hubiera hecho un buen papel. Pero las reses tienen en España un historial comediográfico fabuloso y fabulesco. Esta vaquilla que necesitó en Cervera entrar en un cajero, para mirar unos extractos, activar la tarjeta, lo que fuera, en medio, además, de una carrera, cuesta abajo, sin freno, es del encaste codornicesco. O sea, de la revista La Codorniz, prueba científica irrefutable de que la fauna tiene sentido del humor: el más audaz para el lector más inteligente. Aquel gallifante que habitaba en una pajarera sobre la Plaza de Callao fue un trino irónico imprescindible, sobre el solar de una España de vuelo alicorto. Y por sus páginas deambulaban reses con la personalidad e inteligencia emocional de aquella vaca compañera de viaje de Buster Keaton en Al Oeste (1925), a la que Alberti le dedicó un precioso poema que decía que decía «Buster Keaaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca». Una vaca, una película y un poema que eran de la misma promoción de la Vaca que ríe: los años veinte. La década de las vacas vanguardistas. Vacas y toros, los de la posvanguardia codornicesca, la del envite cómico de un Mihura, don Miguel (solo la 'h' intercalada lo diferenciaba de un Miura) que pensarían por sí mismos. Con autoconciencia. Con relato. Con biografía. Con surrealismo. Ahí estaba el toro que se llamaba Felipe, de Rafael Azcona. O 'Bocanegra', el novillo que formaba pareja artística con José Luis Ozores, bolo tras bolo, plaza a plaza, compartiendo fortuna en Calabuch (1956). Los caballos, los perros, los toros, las abejas y hasta las moscas eran, en la redacción de La Codorniz, personajes dotados de carácter y de una óptica. Y de un drama propio. Léase la fábula de Rafael «El tambor y la vaca» (1953) –«Moraleja: En esta vida, señor,/ lo peor es ser la vaca./ Vive mejor el tambor/ con su taca, taca, taca»–, o directamente 'La vaca' (1953), en la que el narrador fabula el destino fatídico de la especie, arrancada de un origen bucólico y tranquilo y conducida a «la domesticidad y el cencerro»; desde que «el animal estaba en un hoyo, rumiando y mugiendo, sin ningún interés en salir a la superficie» y fue descubierto por un pastor llamado Fidencio, hasta que se queda para ver pasar trenes, presa de una tristeza que les pone ojos vacunos. Se le da un aire a la vaca de Keaton, que se llamaba 'Ojos marrones', por cierto. En la vaquilla del cajero cerverano, me ha parecido reconocer la raza de vaca que va por libre, y tan parecida a los afanes humanos que necesita sacar pasta. Que este verano, la vaca, la vida y el queso les sonría a todos ustedes. Y si, por casualidad, coinciden en el cajero automático con una becerra en apuros, ayúdenle a introducir la cartilla y a marcar el pin, que con la pezuña no aciertan. Hasta septiembre.

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