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Creo que no existen antecedentes de que un cuadro ofrezca una rueda de prensa. Y no les faltarían razones a los cuadros, porque –sobre todo algunos– tienen muchas cosas que contar o que declarar. Incluso acusaciones de las que defenderse. De bulos, por ejemplo, acumulados ... con el tiempo, por hipótesis y hermeneutas. Retratos de individuos o grupales. No digamos ¡qué exclusivas! permanecerán encriptadas en algunos míticos retratos de familia. De una rueda de prensa con la Maja vestida/ desnuda de Goya saldrían muchos y comprometedores titulares y con los herreros de la fragua de Velázquez, como poco todo aquello que no le contaron a Vulcano. O animales: qué nos revelaría, por fin, qué está contemplando el perrillo asomado tras la duna, también de Goya.
Esta semana, la convocante ha sido La Gioconda, que además de un cuadro es un asunto de Estado. Y de hecho, el lugar de la rueda de prensa ha sido la llamada Sala de Estado del Louvre –sala que es su habitual residencia– y el encargado de conducir el acto, el propio presidente de la República Emmanuel Macron. No podía ser menos. La verdad es que ves las imágenes y no está claro, por la puesta en escena, si Macron está presentando o subastando el cuadro. O dando una conferencia (de prensa) sobre la protagonista. Y te preguntas cuándo le va a dar la palabra a Monna Lisa, cosa que no sucedió finalmente. Entonces, antes la urgencia de la próxima evacuación de su propia efigie y la remodelación de su contenedor –una pirámide colapsada en sus cámaras interiores por la catástrofe turística–, ¿estaba previsto que Lisa Gherardini rompiera su silencio, sellado desde principios del XVI? ¿Respondería a las acusaciones de ser ella la responsable de la obsolescencia del Museo? ¿Revelaría qué opinaba sobre su próximo traslado? El caso es que la Gherardini, al final, como digo, no respondió a preguntas de los periodistas. No hubo turno. Como era de esperar. Se mantuvo cruzada de brazos, sonriendo a los presentes. O era su sonrisa la única respuesta. O más bien la única pregunta. O ambas cosas a la vez. Como suele. Que es lo que tiene la signora: una sonrisa entre irónica y condescendiente, que cuando te mira (porque es ella la que mira, el cuadro que componemos los visitantes, individualmente y en conjunto) sonríe; pero en la entretela se carcajea, acariciando en su seno un gato de Cheshire ante la descarga fotográfica de móviles que la convierten en tela de selfie. Ante la ansiedad interpretativa. Ante los ilusos que pretenden descifrarla. Ante quienes no van tanto a verla como a que les vean junto a ella; como los amantes de Ava Gardner, que lo que querían era –sobre todo– saltar de la cama para ir rápidamente a contarlo. Sonriendo, en fin, ante el colapso. De tantas cosas. Desde su cárcel de cristal, que podría valer igual para Blancanieves o para Hannibal Lecter.
Mona Lisa tiene hoy la audiencia de una estrella del pop. No en vano fue en su día estrella del pop-art y hoy lo es de la IA. La Gioconda es ya un mosaico de La Gioconda. La que creemos conocer es, a estas alturas, sólo un dato de su big data. Es su silencio y el perfecto asiento de su mirada y sonrisa, es esa imperturbabilidad la que le asegura la actividad y la transformación continuas; una especie de evolucionismo particular de ella, pura IL (Inteligencia leonardiana). A prueba de mudanzas, como la que Macron, su jefe de prensa, anunciaba el otro día.
Sonríe Gioconda, claro, ante el volumen de expectación inducida a lo largo de eras, porque sabe, muy bien, lo que respondería, si quisiera y pudiera, al periodista que le hiciera la pregunta del millón: «¿Pero quién eres?»: «Soy lo que ves». Pero a quién le interesa oír eso. Ya nadie le seguiría en Insta. Y sueña, estoy seguro, con colgar un día el cartelito con el aviso siguiente: «Hoy, Gioconda no recibe».
Porque estoy seguro que le deben días, siglos de asuntos propios.
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