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Este lunes por la noche echaron Patton (1970) en la 2.
Abril, Mayo de 1969. Tengo siete años a punto de cumplir ocho. Domingo por la mañana. Como tantos domingos entonces, mis tíos Félix y Josefina nos llevan al campo en su Simca 1000 blanco. ... Nosotros no tenemos coche. Por lo general vamos a los Cameros. A Nieva, sobre todo. La familia de mi tío tiene casa allí. Algunos parientes suyos habían hecho las Américas.
Pero este domingo la ruta parece ser otra. Lo tengo en cuenta porque como me gustan mucho los coches –basta que no tenemos en casa– me han regalado un volante de juguete que se cuelga en el asiento del piloto y tú vas detrás «conduciendo», de copiloto. Mi tío dice que esta vez nos dirigimos a Navarra. Concretamente a la Sierra de Urbasa. Y arranco. Hacia territorio desconocido.
No sabía entonces cuánto de desconocido. Aunque con el tiempo me dio que pensar si al menos mi tío sí sabría la razón de aquel giro (de guion, literalmente) en el mapa habitual de la excursión dominical. En ese momento no sabía dónde estábamos, de forma que muchos años más tarde me preocupé en reconstruir, mapa de carreteras en mano, el recorrido de aquel día. Y así, puedo contar ahora que debió de ser más o menos así: entramos con el Simca –mi tío y yo al volante– en el Valle de Amescoa, Estella y merindades, Olazagutía, Aranache, Eulate, etc... Hasta que, entrando por algunos de sus límites, llegamos a la Sierra de Urbasa. Recuerdo, de entrada, el verde y la altura de los árboles. No miraba mucho para no distraerme de la conducción, claro.
Pero en esas que alcanzando una ladera empezamos a ver tanques, de guerra, de los de verdad, y jeeps. Y detrás, corriendo, soldados, armas en ristre. Incluso alguna detonación lejana escuchamos (con el miedo que a mi madre le daban los cohetes). Nos habíamos metido en la Segunda Guerra Mundial. Y en una batalla decisiva para su desarrollo. Freno en seco. De pronto, se acercaron al Simca unos civiles, nos ladearon en una cuneta y nos dieron el parte: «no pueden pasar de aquí. Están rodando los americanos una película, Patton». Cumplidos los objetivos militares, sacamos la mesa de campaña, la plantamos debajo un haya, apañamos la ensalada con lechuga y huevo duro y sacamos los tupers con pechugas rebozadas. Teníamos el frente muy cerca pero a la hora de la siesta también cesaron las hostilidades.
Uno de mis mejores amigos de primera juventud, Rubén (Llop), tenía un perro que se llamaba Patton. Alguna vez se lo debí preguntar, seguro, pero creo que le pusieron ese nombre por la película.
Tiene sentido. Rubén y su familia (a la que sentía, por vecindad en la Calle San Juan y amistades familiares, también un poco mía) éramos balcón frente a balcón en la Calle. Y de esta forma pasamos muchas, muchas horas en compañía.
Salíamos, recuerdo, a los balcones a filosofar, muchas noches y también fueron muchas las tardes que mi hermana y yo pasábamos a su casa a ver alguna peli en la tele, o ¡Aplauso!, o el Equipo-A y a merendar, la merienda que nos preparaba Nati, su madre.
Y allí estaba Patton, sentado junto a nosotros. No recuerdo la raza, pero sí que era muy grande y fuerte. Imponía, como el propio General.
Yo, de hecho, conocí mucho antes a este Patton que al de la película, que el día que nos metimos en la guerra en Urbasa no le debía tocar rodaje. El General Patton era un «perro de la guerra», como se dice en el Julio César de Shakespeare, pero el Patton de mis amigos era un perro del barrio.
Lo que no quita para que, cuando también muchas noches, como estas, de verano, Rubén y yo deambulábamos calle arriba calle abajo con Patton pegado a nosotros, este nos miraba, de vez en cuando, recordándonos quién tenía el mando en plaza.
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