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Como cada cual cuenta la Feria como le fue, recuerdo que en una de ellas, en Logroño, en junio del 78, tuve uno de mis primeros trabajos. Lo pienso ahora y me doy cuenta que algunas de aquellas ocupaciones de chaval, al finalizar el curso ... y arrancar el verano, estaban dedicadas a los libros, físicamente, el objeto libro, el volumen, lo que tienes entre las manos, y lo tocas y lo hueles. De hecho, yo creo que comencé doblando los pliegos de un libro, sobre una mesa larga de madera, como de banco de carpintero, en la trasera de una imprenta-librería, Santos-Ochoa. Todavía me encuentro ejemplares de ese libro en ferias de ocasión y me siento orgulloso: no lo escribí, pero di forma a sus páginas. Era una guía histórica de la ciudad, la de Jerónimo. Conservo una en casa, en la estantería de los libros que –mucho después– ya escribí yo (pero no plegué, que es una actividad que siempre me viene a las manos cada vez que abro un libro). En junio del 78 estaba yo en el Espolón, en la Feria, en la caseta de Don Sancho, le recordada librería del número 1 de Castroviejo, la de Eladio. Y por allí delante pasaban la familia y los amigos a ver cómo vendía, a preguntar precios, pedir opinión sobre tal o cual autor y a revolverme un poco el mostrador. Todo con un poco de chufla, claro, por comprobar cómo me defendía cara al público, en lo que era, desde luego, mi primera inmersión en la literatura. Y llegaron los días de las firmas en las casetas. Y a la de Don Sancho vino ¡Álvaro de Laiglesia! Yo lo conocía de verlo en la tele, como a otros codornicescos, Ángel Palomino, Alfonso Sánchez, José Luis Coll: lo que entonces entraba en casa. Pero de Laiglesia estaba en todos los lados, era así un poco dandy, de buen pelo, jefe. No en vano, cuando La Codorniz le declaró la guerra en 1956 a Inglaterra por la hora del té y despreciar nuestro sistema métrico decimal, él era el Jefe del Estado Mayor. Y de la legión del humor. En la caseta había expuesta una fila de libros suyos, de Planeta, con aquellas ilustraciones a color de Herreros, otro legendario de la audaz revista. No olvido el título de uno de aquellos libros, 'Una larga y cálida meada'. A mí me dedicó 'El sobrino de Dios' –«a mi joven amigo Bernardo, con simpatía», del que llevaba vendidos 16.500 ejemplares en primera edición. Y sólo en la Colección había publicado ya cuarenta títulos, el tío, alguno de ellos iba por la quinceava edición. No era el sobrino de Dios, era Dios, con «su opulenta producción literaria», que rezaba la solapa.
Siempre asocio desde entonces las Ferias del libro de primavera, ahora que la de Madrid abre su corredor anual de casetas y novedades –y su espinazo de inteligencia, ciudadanía y talento, en medio de la turba de ruido y furia que nos embarga– con aquel episodio, que por otro lado conectaba con la popularidad original de la Feria, a mediados de los años cincuenta, cuando, por ejemplo, sin salirnos de La Codorniz y del Club de la Sonrisa, los llamados humoristas –entre ellos, a partir de engendrar a su niño Vicente, Rafael Azcona, compañero de de Laiglesia en el palomar del Palacio de la Prensa– firmaban a destajo, con toda la simpatía que les era posible, sus fábulas, divertidas pero nunca ingenuas, aderezadas con su solfa y grotesco. Hasta en 'El verdugo' se desarrollaba una secuencia en la Feria, y si se aplica el oído al audio podrá escucharse que Rafael Azcona firmará ejemplares de su novela 'Los europeos', que andaba medio clandestina y con un pie de imprenta falso. Y es que el humorismo es una tapadera y la ironía un método de supervivencia mental, sobre todo en algunos tiempos, como aquellos en los que al día siguiente de firmar en el Retiro regresaban muchos de ellos a su vida de letraheridos: la Pensión de Fuencarral, el asiento en el Café; a recitar en juegos florales o en Campañas del Ministerio de Información y Turismo y a seguir escribiendo donde se pudiera, incluso bajo seudónimo.
En 'Los ilusos' de Rafael se contaba muy bien cómo les fue la Feria
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