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Pues nada, ya aquí esperando. Cada mañana me asomo a la terraza y miro al cielo a través de unos prismáticos por si alcanzo a verle el morro al asteroide que dicen las agencias espaciales del mundo mundial que se nos viene encima, calculan que ... para la navidad de 2032, concretamente para el día 22 de diciembre; o sea, pegadito –si no el mismo día– al sorteo de la lotería, con lo que el «gordo» –se calcula que entre 40 y 100 metros de diámetro– va caer ese año muy repartido. Podría extenderse desde el puesto de Doña Manolita hasta el Sur de Asia, pasando por los Océanos Pacífico y Atlántico, África y Sudamerica. De hecho, bien podrían bautizar al asteroide «Asteroide doña Manolita», como se bautiza a los ciclones Julieta o Ernesto. El caso es que coincida el mismo día o el siguiente, convendrá que los premiados lo celebren como si no hubiera un mañana. Y de paso, por cierto, podían aprovechar para apuntar bien en el descorche del cava y acertarle con el tapón en el núcleo del asteroide y dejarlo convertido en polvo estelar. Por otro lado, mal día para que un asteroide impacte en la tierra, pudiendo elegir otras fechas con menos lío, no sé, las semanas después de Reyes, por ejemplo, que son más de bajona y no pasa casi nada. Y no hay un duro. Lo del asteroide, gratis, cobraría más espectacularidad y protagonismo. Saldría la gente a verlo con más ilusión. Pero un 22 de diciembre, qué mala idea, con la lluvia de estrellas de Belén y los Papás Noel por ahí circulando entre los exoplanetas con los turbotrineos. ¡Buaaah! Va a ver un tráfico aéreo que igual el primero que acaba en Carglass es el asteroide. Eso, y que mucha gente, por las compras, no va a estar en casa para verlo bien visto, como la Cabagalta. Pienso en los niños, que estas cosas les hacen mucha ilusión. En fin, que se avecina no sé si el fin de los días o un fiasco cósmico, digno de una película de platillos volantes dirigida por Ed Wood. Dicen los avistadores de asteroides que éste que ha puesto ahora el GPS con dirección Sistema Solar, Planeta Tierra, centre ville para llegar en unos siete años (sin contar el tiempo que se pierde en las rotondas), es un bulto así como parecido al Bernabéu. No me extrañaría que ahí hubiera tema, una conjunción. Pasé el viernes pasado por delante del Bernabéu, y realmente parece un Estadium Espacial Catarí, una gran nave nodriza. El viernes se ve que, además, estaban limpiando la plata de las copas y el chasis deslumbraba, seguramente señales luminosas para el próximo encuentro (en la tercera fase, me refiero). Para mayor cuartomilenarismo, los vecinos de la zona dicen que algunas noches se oye cantar a Taylor Swift. Total, que ya veremos si se lo piensa mejor el pedrusco, matrícula 2024 YR4, y opta por no irrumpir en el calendario festivo. Volviendo a mi modesto control aéreo, taza de café en la mano, pues eso, que espero, resignado. Me ha entrado, lo confieso, así como prisilla por dejar algunas cosas cerradas, es decir, solucionadas, por si acaso. Porque yo veo venir las cosas, no se crean. En forma de asteroide, o de trapecio de monolito (este también impactó 2001 y sólo salió una película). Hasta Richard Gere las ve venir: «El mundo entero está en peligro», advirtió a la humanidad antes de ayer, paseando por Granada. Pero de momento, entre las cosas que nos sobrevienen, el 2024 YR4 aún lo vislumbro a años luz, mientras que cuando leo la prensa o pongo la tele, ahí es donde compruebo ya chocada y estallada la bomba de racimo, la auténtica guerra de los mundos. Y frente a la agresión de algunos mandatarios terrícolas, lo del asteroide me parece un episodio naif de Star Trek, primera temporada. Lo que (me) temo de 2032 no es tanto este asteroide sino el meteorito de los setenta años cumplidos. Un meteorito es más serio que un asteroide. Otra dimensión. Aguardo y confío en vivir su inevitable impacto. Y gracias a activar un protocolo de amistad, amor, películas, conversación, vino, música y humor –el escudo antimisiles habitual– se mitigue el esperar el fin del mundo, que lleva amagando eras y navidades.
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