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El tebeo es un artefacto que, burla burlando, nos viene contando, desde antes y después de F. Ibáñez (1936-2023). Y he dicho tebeo y no cómic. Felicísimo término heredado de la cabecera de uno de ellos, el TBO, y que cuando lo pronuncias estás ... viendo, algo o a alguien. Concretamente a nosotros mismos. Que estamos más «más vistos que el tebeo». Expresión que viene a decir que los tebeos eran algo muy visto. Y lo eran. Porque hay una forma de ver los tebeos, con fruición, desgastando sus lomos, mirando y uniendo sus viñetas, inagotables. Volviendo a ellas una y otra vez, a cualquier edad. Tenemos dos edades: cuando leíamos tebeos y cuando recordamos cómo leíamos tebeos. Y cómo estos se animaban ante nuestros ojos y poblaban nuestra imaginación de tipos que muchas veces nos parecían entre caricaturas o fotografías de otros que conocíamos en nuestras casas, escaleras o barrios. Tantas familias y vecinos que salían en lo que ahora se denomina editorial y escolarmente «historieta gráfica». Y que efectivamente traducía al dinamismo del dibujo las historietas en las que habitábamos.
Hemos convivido con todo el elenco de los tebeos, como parientes, visitas y conocidos. Y nuestra segunda familia era la Ulises o la Trapisonda, ésta última de Ibáñez. Ibáñez: que era, a su vez, como un personaje de Ibáñez. Y podía haber habitado, muy bien, uno de los pisitos de la 13 Rue del Percebe: uno de dibujante de tebeos, el autodibujante. La 13 Rue del Percebe, que era el perfecto retablo del país. Están 'La Colmena' de Cela y las casillas de este inmueble: una España sin paredes, al descubierto, y donde no faltaba ni un solo tipo de nuestro reparto nacional. Ni el gato faltaba. Hay una España de Berlanga, o de Buñuel, o de Goya y una España –con idéntico rango– de Ibáñez, que tiene algo de las anteriores: picaresca, surrealismo, trapisondismo. 'La Comunidad' de Álex de la Iglesia, el 'Aquí no hay quien viva'. Prácticamente de cualquier troquel del tebeo, por añadidura al dramatis de Ibáñez, desde un Carpanta al profesor Franz de Copenhague –y ambos compartieron posguerra– podríamos extraer un retrato de una España que en su historieta cotidiana parecía en ocasiones un invento del mismísimo TBO, por la dificultad con la que se movía su maquinaria interna. Ibáñez, por cierto, fue un puntual niño de la Guerra, nacido en marzo del 36.
No por casualidad, su obra maestra, a mi juicio, sigue siendo el Sulfato atómico (1969), que era otra guerra, que yo leí a la vez que veía en el cine 'La gran juerga' de Louis de Funes, con la que compartía el astracán bélico. Pero que también tenía trazas (o trazos, nunca mejor dicho) del 'Ser o no ser' de Lubitsch (lo que tuve muy en cuenta, ya les confieso, cuando adapté para el teatro 'Ser o no ser', sobre todo en los embrollos de la tropa).
El catálogo de Ibáñez, que se extiende desde finales de los años 40, reúne elementos claves de nuestra tipología. Y así siguen enmarcados y activados sus personajes: cada uno de ellos un concepto, un fijo, además de una risa. Para saber de dónde venimos (porque hacia dónde vamos ya se escapa de su tintero) hay que leer y ver a Ibáñez. Y así, sabemos a qué capa de la vida española aluden, en puertas del «desarrollismo», una familia como La Trapisonda, de finales de los cincuenta; la Rue de las rues: máxima expresión de nuestro Monipodio crónico; un botones como Sacarino (gran acierto de nombre: falto de azúcar, como desnutrido); unos ñapas como Gotera y Otilio («Chapuzas a domicilio»: ripio incombustible, enmarcado en cada casa), o un miracielos como Rompetechos.
Y qué decir de nuestra pareja de agentes secretos, cumbre de nuestros servicios de inteligencia. Se dibujan en Ibáñez, como si fuera para niños, la carestía, la servidumbre, la avería, la supervivencia y hasta la bacteriología (del profesor Bacterio).
Y en fin, que sobre todo siento el fallecimiento del dibujante y filósofo por mi querido primo José Luis, accionista, como el primero, de Mortadelo y Filemón, con quienes aprendió a leer.
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