«Y como no fuese referido de manera holgada por don Cervantes en la parte segunda de su libro el episodio de las jornadas que doña Ana Herreros de Nava, cerverana insigne e ingeniosa, pasó en la prodigiosa Ínsula de Barataria, me presto a cumplimentarlo ... en este apéndice que me concede vuesa merced en el heraldo que tan sabiamente rige. Pues son noticias que acaso en tiempos venideros tengan su semblanza y figuras; su romance y su pasacalles. Menos no cabe esperar, habida cuenta que en aquella región insular, enclavada en el mismísimo corazón del vecino Reino de Aragón, y más precisamente en la localidad de Alcalá de Ebro, habría de encontrarse doña Ana con el archiconocido Alonso Quijano, apodado 'el Quijote' por lo que ya sabemos, y con otras personas que le acompañaban en su salida, a cada cual más llamativa y singular. Era doña Ana una joven doncella avecindada en el barrio alto de Cervera del río Alhama y adornada con talentos varios, por añadidura a su preciosidad. Destacando entre sus artesanías la de bordadora. Y así, habiendo llegado a sus oídos que en la dichosa Ínsula, única en el orbe por estar rodeada de tierra en vez de mar, se tejían maravillosas túnicas y blusas adamascadas y se hacían hilos de seda y oro no conocidos en otras provincias, se encandiló con la idea de visitar aquellos talleres encantadores. De resultas, con unos pocos ducados que le dio su padre, don Herminio, que era escribiente del Corregidor y disponía de posibles, la muchacha se sumó a una caravana que haciendo posada, de paso, en Cervera recorría de seguido las casi cincuenta millas que duraba el llegar hasta Barataria. En un hato portaba doña Ana como presentes para los habitantes baratarios alpargatas de distintas hormas y un surtido de golosinas arábigas; todo ello fabricado en su Cervera, población rica e imaginativa y regada –en sus pagos, industrias y razonamientos– por el fértil Alhama. Sobrará el apuntar que fue el llegar la cerverana a la Ínsula con semejante botín y el caer en gracia de los duques que allí mandaban, los de Villahermosa, que a no tardar la alojaron en la misma residencia donde moraban y obraban las hilanderas, las cortadoras, las que mezclaban los tintes y las que estampaban los tapices.

Publicidad

No podía la muchacha imaginar más contento ni destino mejor acordado a sus ilusiones. Y aun menos que conocería en la Barataria, corte pródiga en milagros, a los reputados Quijano y su criado Sancho, tan gracioso y panzesco. Los cuales pasarían durante su estancia en la plaza varios sucedidos de toda especie, relatados en su día con detalle por el autor con ser muy hilarantes y aventurescos, cuando no fronteros con lo grotesco; sobre todo el del caballo Clavileño, que restallaba en rayos y centellas. A más de juicios y banquetes desopilantes que también les acaecieron. Pero le llamó sobremanera la atención a doña Ana el dibujo que, en las veladas, trazaba el hidalgo aquijotado de la que proclamaba era su dueña y señora; a la que se debía y adoraba, y que –para su tristeza– tan lejos de él se encontraba, empleada de serrana y pastora en una aldea remota.

Su nombre de pila era Aldonza Lorenzo y de mote –elegido entre los más exquisitos– Dulcinea. La bordadora iba anotando en el aire su silueta y ya postrer en su alcoba la iba sacando en su bastidor, tal la Dulcinea era, de una guapura ruda a la vez que simpática. Se la mostró, entonces, a Quijano, a quien le impresionó la fidelidad al original. Retornó al poco doña Ana a Cervera y le puso –por derecho– a unos mantecados el nombre de Dulcinea. Y en el barrio, procuró de armar –en homenaje– dos muñecos gigantones, uno del Quijote, tomado del natural, y otro de la Dulcinea, sacado de su bordado.

Sendas efigies se perdieron con los años, tras haberse bailado por las calles de Cervera en las fiestas patronales. Y concluyo en este punto esperanzado en que aparezcan y se reparen las mellas que en su rostro habrá tallado el tiempo. Y regresen como pareja enamorada a la procesión».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta 136 Aniversario!

Publicidad