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En estas últimas semanas, y por circunstancias distintas, me he visto situado en dos puntos de la ciudad habitualmente inaccesibles, ambos, en el Espolón, en su epicentro y andén: la meseta de los leones de la Fuente del Espartero y el Carillón. Hasta éste me ... ascendió el rodaje, nocturno en su mayor parte, de una película que llevará el mismo título que el lugar: Carillón. Y hasta aquel me (nos) permitió el paso una instalación de Concéntrico, 'Casita del Espartero'. Una ciudad, en este caso Logroño, además de por la red de edificaciones, se construye, en el espacio combinado de nuestra mirada y cerebro, con la suma de ángulos que se abren desde cada ubicación, casual o buscada. Y esa suma compone una suerte de mosaico –lo que ahora se entiende por imagen en mosaico, un panal de celdillas fotográficas– e incluso de secuencia cinematográfica. Cada vez que das un paso, subes un piso o cambias de calle, el eje se mueve y la angulación de la urbe se mueve como activada por un rotor digital. La película Origen, de Christopher Nolan (alguien acostumbrado a girar en pantalla el cubo que es la ciudad) lo visualizaba a la perfección. Y cada uno de esos ángulos y perspectivas va vinculada a una ubicación temporal, además de espacial, que no tiene por qué coincidir con el presente. Quiero decir, y así me ha sucedido, que si de pronto estás, te encuentras, te ves en una localización inédita, puede suceder que la localización, además de su volumen físico, de su materia, lleve adherido un tiempo que no se corresponde con el tuyo actual, sino que es el que estaba preservado por el ángulo, y aún más: era la máquina de ese tiempo, de las horas –pero también del hueco– la que sustentaba su arquitectura y su escultura. El situarme en dos puntos de mi ciudad, en su centro pero a la vez paradójicamente inéditos, me convertía, de pronto (o de tarde, tan tarde, en el caso de la Fuente del Espartero, como sesenta y dos años), en alguien que sentía entre el turista y el hombre invisible. Nunca he estado tan cerca y tan lejos, tan dentro y tan fuera, de «mi» Logroño como asomándome, desde la cabina del Carillón, al panorama de la ciudad, de noche y a contrarreloj, sintiendo en mi cabeza cada segundo, cada click y cada barcarola que daba el péndulo del reloj, que no me parecía sólo el reloj de la torre, sino el metrónomo de la ciudad entera, o su caja de música, o el mecanismo de un teatro de autómatas, a esas horas ya recogidos pero que había dejado encendidas las bombillas de la barraca de su plaza principal. Y respiré desde ese ángulo la noche y silencio de una ciudad que me trasladaba a la edad de los rodillos, varillas y engranajes del reloj, a la de la luna de su esfera. Estaba en Logroño, sin duda, pero no podría decir cuándo. En qué punto del tiempo. Y la urbe se me reconstruía de otra forma y manera durante las noches que duró el rodaje. La ocasión del cine (espacio partido por tiempo) tenía que ser, claro. Y hasta pensé que en algún momento me vería, desde las alturas del tiempo, a mí mismo pasar por El Espolón, de la mano de mi abuela o de mis padres. Yo estaba, en fin, donde hacía décadas ya habían estado otros logroñeses y logroñesas. En sus ojos. E igual me sucedió con el circo de los leones de Espartero, una vez atravesado con vértigo la piscina de la fuente, con auténtico vértigo, lo prometo (pues al fondo, el abismo de una vida, donde más cubre), me volví, respaldado por la pared del adosado y agarrado a la melena del león como si fuera una boya de bronce que me mantuviera a flote, contemplé, desde un visor imposible para mi generación, El Espolón. Ahora, con motivo de esta instalación, veo publicadas fotografías de familias en blanco y negro en ese mismo punto (del tiempo) y es como verme en la fotografía final de El Resplandor, cuando se descubre que dentro de la orla del Bar del Hotel Overlook ya estaba... (a no decir). No en vano, y cito por el Diccionario Collins, Overlook significa: «dar a, mirar hacia, tener vista a». Me costó regresar al futuro.
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