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Las de caballistas
Ojo de buey

Las de caballistas

Domingo, 11 de junio 2023, 02:00

Era como se llamaba al principio de la historia del género a las películas 'del Oeste', también apodadas luego por públicos de generaciones sucesivas 'de indios y vaqueros', 'de tiros' –como las llamaba mi padre– o ya por la cátedra 'el western', con su variante ... el 'espagueti western', denominación ahora rectificada en 'eurowestern'; concepto, por cierto, que bien podría extrapolarse a otros terrenos fuera del cine. Pero al principio, en la era del mudo, lo que asombraba era el espectáculo del que montaba el caballo, surcando como un torpedo la pradera o las llanuras. Mordiendo el polvo, embridando en primera y clavando las espuelas, en calidad de forajido o de su némesis el cazador de recompensas, o el jefe de una partida que busca o huye, de los indios, del ejército. O de sí mismo. O de los propios caballos huyendo en estampida de los ladrones de caballos. El espectáculo de la velocidad, de las estelas de tierra en suspensión por los chuzos del trote. El caballo de hierro había aparecido antes en el cine, en sus primeros minutos, dibujando la diagonal formidable, tan espectral como poderosa, que el séptimo arte había inventado para el ojo humano. Pero el caballo de carne, esa máquina equina perfecta y alada pronto surcaría las pantallas haciendo coincidir a los pioneros del nuevo arte con los propios pioneros de la Historia de los Estados Unidos, cuyo romancero aportaron los cinematografistas, al igual que en Europa el romance provino de la literatura (¡y qué películas de caballistas hay!, sin salir de la Española, en los poemas de gesta, de viajes y hasta en el Quijote, claro). Entonces, cuando el cine inventó las del Oeste, aún vivían Bufalo Bill y Wyatt Earp y el jefe Gerónimo. Conocieron a Griffith y a John Ford y a Raoul Walsh. Y la Historia era un circo de tres pistas circundado por pura sangres, en cuya grupa los jinetes hacían girar el lazo corredizo. En definitiva, como titula –y sintetiza– maravillosamente Pedro Almodóvar en su delicadísimo mediometraje de caballistas: Esa extraña forma de vida; que contiene unos hermosos créditos finales, una de las imágenes más reposadas y serenas que yo recuerdo en el western. Y sin despreciar el show en medio de la pista que se espera del género, el western lo ha contado todo. No hay ningún tema, idea, drama, tono, tiempo, cultura, tono o figura que le sea ajeno. Ninguna forma de vida, por extraña que parezca, que le sea ajena (que no es lo mismo que extraña). Un western de 1956 ambientado en Texas en 1868, tras finalizar la Guerra de Secesión y aún en medio de las apaches, pudo servir –y lo hizo luego– para entender lo que estaba pasando en la Guerra de Vietnam (hablo de Centauros del desierto). Y Sólo ante el peligro (1952) hablaba también del Macartismo. Y los Siete Samuráis (1952) de Akira Kurosawa y su poblado japonés campesino del XVI se mudaron con éxito a Los siete magníficos (1960) y a un pueblo mexicano de la frontera. Y La tempestad de Shakespeare se pudo trasformar en el extraordinario western de 1948 Cielo amarillo. Y en España, desde Furtivos (1975) hasta As bestas (2022) pasando por La caza (1966) de Saura podríamos verlas como westerns. Y en el de Almodóvar, un melodrama de Douglas Sirk. Cito sólo ejemplos estelares, entre otros muchos. Las de caballistas, en fin, constituyen un gran compendio. Disponen de todas las teclas dramatúrgicas para tocar todos los temas. Y de caballos, por supuesto, que son su escultura viva. Que cruzan como fantasmas o como exhalaciones. En los dos mejores y más recientes westerns que yo he visto últimamente, casi coetáneos y unidos por una cierta ironía post western, Esa extraña forma de vida y El cazador de recompensas, de Walter Hill (no se la pierdan), hay casi una misma secuencia clave, que se toma su tiempo, el mismísimo tiempo del cine, todo el tiempo del cine, así como suena, y en la que un caballo montado por un jinete (Pedro Pascal y Christoph Waltz, respectivamente) atraviesa lacónicamente la pantalla, de punta a punta. Demarcando las medidas del relato. Y de su territorio exterior e interior

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