Padezco de broncanitis (neologismo). O sea: de Broncano, variante de bronquio; no del bronquio ordinario sino de un órgano –como una pieza de aquel cuerpo humano desmontable y de plástico– que es el que te rompes, por ejemplo, cuando te 'partes'; cuando dices: «es que ... me parto». O «es que me parto, niño» ('niño': latiguillo jienense de Broncano). Que me parto de risa. De monda. De bronca. De Broncano, David, que viene de 'bronca', pero de bronca buena, regocijante, gamberroide, de traca; de venirte para arriba: resistente y revoltosa (de revuelta); no de mal rollo sino de lío, jaleo, descojonación, dosis de caos, de follón. Pero sin más violencia aquí que la que surge de la improvisación a chorro, de lo que salta de pronto; un tema o una provincia, que la que trae a la palestra un espectador al que le pasan un micrófono que vuela por la sala. Eso es también una democracia: un micrófono volante que va de aquí para allá en la sala, en el patio, y que pasa de una mano a otra, lo coges y cuentas lo tuyo. Un parlamentarismo.
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David Broncano –primer espectador de su propio programa, más espectador que conductor– es la versión de Jimmy Fallon pasada por Mortadelo y Filemón o la Rue del Percebe; es decir: un Jimmy Follón; como si su Revuelta la viñeteara Ibáñez, metiendo en el cuadro personajes; o tipos aparentemente normales o incluso famosos, que cuando entran en el escenario se les desprende de sus atributos de forma que nadie al final consigue «hablar de su libro», y hay una cuarta pared que ha caído como un velo por la rompida de 'manolobombismo', de público de todas las Españas; y los invitados se ven en el abismo de un programa no programa, de televisión o similar, en el que la mayor parte de las cosas no se «ven venir», como dice su presentador no presentador; un anfitrión, Broncano, de un programa que se va haciendo con mimbres distintos cada día, como se va a al mercado, a ver qué hay en los puestos, un programa por hacer, que acaba sin acabar y sin despedidas, en el que de verdad el público es soberano y levanta la mano y habla y canta y trae productos y cantecitos de su tierra. Y hay una persona que desde el trono de un bidé parece arbitrar el partido. Broncano, como digo, es el primer espectador del programa, pero también el último. Cualquiera le quita la mesa o la batería del escenario. 'La Revuelta' es un 'Grand Prix' pero con el algoritmo gripao.
Un Día de la Hispanidad simpático podría ser una versión extendida de 'La Revuelta'. Una jornada así como asamblearia, como de patio (de butacas). De hecho, esta semana se han leído en 'La Revuelta' varios artículos de la Constitución, y de una manera solemne: desde Hovik Keuchkerian ¡al mismísimo Cristóbal Colón!, que también ha pasado por el sillón de los perros de cojín, desde los que también se comentan algunas voces del Diccionario de la RAE. En 'La Revuelta', por cierto, surgen voces desde cualquier ángulo de la geografía de la sala, y en horario de máxima audiencia. Lo de Broncano y compañía (y es la compañía el éxito de este show) es una versión del 'prime time', pero más bien 'primo time'; porque, en el fondo, todo suena a un microcosmos muy familiar. Es una versión a sacopaco y revuelta de 'La casa de los Martínez'; en la que no se sabe quién coño va a entrar por la puerta, ni para qué, sobre todo una vez que ya está dentro. Parafraseando los versos del Dante en las puertas del infierno, podría ponerse esta lápida en la embocadura del Teatro Príncipe Gran Vía, donde se verifica la revuelta (¡y pensar que mi tía Marisa me llevó de niño a ese teatro a ver 'Annie'!) el siguiente aviso para los invitados: «abandonad toda gravedad, vanidad, guion, promoción, entrevista y nombre artístico». Y todo esto, en riguroso falso directo. Y en la Televisión española. Muy española. Nunca se ha proclamado más veces ni más alto, a coro, que la televisión en la que sucede la cosa es la española. O sea: la nuestra.
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