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Barcazas de la imaginación
OJO DE BUEY

Barcazas de la imaginación

Domingo, 25 de junio 2023, 02:00

Al RMS Titanic lo rescató el cine. Como el cine también repobló la tierra de dinosaurios. Tiene esto el invento, como máquina mental, estación eléctrica y oficina de objetos perdidos: devuelve a la vida y a la superficie pecios de memoria. El Titanic estaba ahí, ... en el lecho de algún mar de nuestro cerebro (de por sí, un batiscafo), muy al fondo, y el cine lo reflotó, al modo de un armador provisto del mejor astillero imaginable. De resultas, por esa cosa de laboratorio frankensteiniano que caracteriza lo cinematográfico, se despertó el monstruo, que estaba dormido en el abismo del Atlántico, como la cola de un dinosaurio estaba engastada en una piedra de ámbar. El cine volvió a encender la luz de sus compartimentos, a hacer combustionar sus calderas y a sacar al escenario la orquesta. Y volvió a asomar la punta del iceberg del drama. Realmente, de los dramas que nos afligen o conmocionan, de los dramas que nos hunden, no solemos ver más que la punta del iceberg. Y también, la potencia paradójica del cine convirtió la reconstrucción del Titanic, la ficción, en una serie de imágenes que hay quien toma por documentales, como aquel espectador que asistió en su día a ver la película de Cameron a los Golem de Logroño porque le habían dicho que en el transatlántico viajaba un conocido de un pariente, y a ver si lo veía. Salió el hombre desilusionado porque no lo había podido reconocer: «es que iba todo muy deprisa», le dijo a los taquilleros. Yo no recuerdo una descripción más exacta de la clase de velocidad que es el cine. Y de ilusión. Conlleva un peligro máximo –mortal, y es el caso que sigue– el intentar descender hasta las regiones donde están sumergidas las ilusiones. Y pretender convertirlas en documental. El propio cine ha contado en algunas de sus fábulas lo arriesgado que es viajar al interior de las películas. La cabeza puede implosionar. Y ha pasado. Mejor no acercarse a algunos restos de nuestra imaginación. De no ser en el mapa de la pantalla o de la página. Porque no hay dinero para asegurarse la emersión. Le he dado vueltas a todo esto esta semana, por la inmersión irreversible de los cinco del Titan, que ya están sumados de facto a la nómina de náufragos del Titanic, barco en perpetuo naufragio desde 1912. Y ha habido un detalle que me he emocionado, porque traza un arco que irremisiblemente desciende (y a la vez asciende) a cotas de romanticismo: la corriente en que navega este drama. La nave auxiliar que enviaron los franceses para contribuir a la búsqueda del Titan llevaba por nombre Atalante. Quien le puso el nombre ya sabía de qué hablaba. Y ahora, a causa de este episodio, su nombre vuelve a resonar como el trágico poema que contiene. L'Atalante es, además del título de la bellísima película de 1934 Jean Vigo, una de las más hermosas de la historia del cine, el nombre de la gabarra que la atraviesa y protagoniza. L'Atalante cuenta la historia de los recién casados Jean y Juliette, que iniciarán un viaje sentimental y fluvial a bordo de esta gabarra, habitada por gatos y mugre, y atravesando un canal. La dureza de esta vida en el domicilio conyugal de L'Atalante provocará el que Juliette, siempre nimbada por un aura de novia, alimente la ilusión de llegar a la tierra firme de París, puerto que alcanzarán a costa de un giro de relaciones que no desvelaré, pero donde implosiona la locura y el naufragio. Personales. En muchos sentidos. Hay un momento en L'Atalante que me recuerda la elevación lírica del Titanic de Cameron. Me refiero a cuando Juliette, la primera vez que embarca con Jean en L'Atalante, le explica que cuando alguien se asoma a las profundidades de las aguas del canal puede ver el rostro de la persona a la que ama. Algo que Jean, en un momento dado, intentará en la oscuridad del fondo del Sena. El Atalante de 2023 es un buque con un robot incorporado. Última tecnología subacuática, pero instrumental de la más antigua búsqueda en las regiones abisales del mito.

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