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Una metáfora es una bomba. De significados que se activan y explotan. Y una bomba también puede ser una metáfora. De un estado de cosas, ... de la espoleta de ese estado. El viernes, una bomba de la Segunda Guerra Mundial, una metáfora de la Segunda Mundial, aparecía enterrada en las vías del tren, a poco más de dos kilómetros de la Gare du Nord, en París. Intacta. Aún por detonar su cabeza, 250 kilos de explosivo. ¿Qué se les pasa por la cabeza a las bombas? La semana pasada el presidente de América, ahora una nación (más) grande y libre, acusó al presidente de un país agredido poco menos que de provocar una Tercera Guerra Mundial. El mandatario americano, que es escuchar My way y le dan ganas de invadir Groenlandia. Todo está, pues, fresco. Activado. Las guerras, como regidas por un principio específico de conservación de la masa, no se acaban: sólo se transforman. O se entierran, quedando siempre bombas por explotar, que un día asoman su casco en una campa donde juegan al fútbol unos niños, o en un huerto de coliflores o en un suburbio o en las extremidades de un nudo de geocomunicaciones. Las guerras, su pólvora, vuelven a asomar la cabeza cuando menos se espera. Y paralizan, en un instante, el tráfico internacional, la alta velocidad y las rotativas. ¿Una bomba por estrenar de la Segunda Mundial, un viernes, en el París de 2025, plantada como una calabaza cerca de unos railes? Y te explotan también los fantasmas metafóricos. En un momento mundial en el que parece estamos –y no sólo parece– pisando un campo minado, y con vistas a minar Marte. Y petarlo. Allí van a viajar los influencers galácticos del viejo nuevo orden, cabalgando un obús, como el coronel T. J. 'King' (Kong) en Teléfono rojo, volamos hacia Moscú. Un King Kong naranja, habría dicho, con razón, González Pons. Pobre Kong, el de verdad; o sea, el de mentiras; el de pelaje gris derribado desde la cima del Empire, del Imperio; a no muchas manzanas de las Torres de Trump, actual torre de control mundial. Marte es, por cierto, el dios de la guerra. Las guerras son una marcianada, la peor de todas. Fragmento de conversación que se podía haber escuchado desde la Gare de Nord la mañana del viernes, de algún viajero del Eurostar que en ese momento se encontró con que tenía bloqueado el tránsito entre Calais (Francia) y Folkestone (Reino Unido): «Peter, lo siento pero no se puede salir de París ahora... Pues por una bomba de los aliados que ha caído en Saint-Denis... No, a Bruselas tampoco se puede ir... No, ni al De Gaulle». Y no te queda más que aguardar a que pase la Segunda Mundial en unas horas e intentar pillar un billete para el siguiente Eurostar. Sería casualidad o no pero la otra noche me dio por ver en una plataforma –llevado por una afición juvenil al género de catástrofes– una película que no vi en su día y que siendo mala contiene una historia muy buena (la idea era buena, pero la película... catastrófica), El final de la cuenta atrás (1980). En ella, el portaviones Nimitz, de maniobras en el Pacífico a finales de los setenta, es atrapado en una tormenta perfecta y cuando escampa aparece en las mismas aguas pero en diciembre de 1941, justo unas horas antes del bombardeo a Pearl-Harbor. Y entonces, Kirk Douglas, capitán del Nimitz en la película –y no en vano alférez de guardamarina y oficial de telecomunicaciones en un submarino (por añadidura a cautivo del Nautilus) en la Segunda Guerra Mundial– se ve atacado por los Zeros japoneses. Una bomba, vaya. No cuento cómo se resuelve este agujero negro. También abordo del Nimitz, Martin Sheen, haciendo de analista de sistemas de buques de propensión nuclear. Y a veinte años de ser ascendido a habitante del Ala Oeste de la Casa Blanca. Una era anterior a los Underwood. Vistos ahora, una precuela del presente. Todo está comunicado. De vez en cuando, en el barbecho de la Historia, asoman signos y souvenirs del subsuelo sobre el que edificamos nuestro estado actual de cosas, siempre reversible.

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larioja ¿Arde París?