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En el espinazo entre el edificio de la Gaceta del Norte, donde estaba la tienda y la casa de sus tíos, el primer dúplex de la ciudad, y la Calle San Juan, lugar de su abuela, se movía el niño. Sobre todo en los veranos. ... De la tienda a casa de la abuela. Ida y vuelta. En medio, la Plaza, una juguetería, una librería-papelería, las Ánimas, tabernas, ultramarinos, el Noche y día (bar y tiempo) y la Esquina (del confín). Cerca del tramo donde la San Juan arrancaba la pequeña cuesta para desembocar en el Muro del Carmen, repecho que tantas veces ascendía el niño teniendo la sensación de salir al mundo, o al menos a su glorieta, estaba lo de Teo. Y de Pilar, su mujer, tan alta como él. Que atendía con la bata blanca. Eran el techo de la calle, y su negocio, que era como una cueva, platónica, le producía al niño fascinación y misterio. Todo era género de fantasmagoría: carretes, filminas, visores, peliculitas y cámaras. De vez en cuando, con motivo de alguna visita a la tienda, lo de 'Salas', subía con su tío a buscar algunos ovillos o prendas a un almacén que tenían arriba y entonces pasaban por el piso de la Gaceta y entraba su tío a saludar. Mientras que el almacén desprendía un olor dulzón, a las lanas Pingouin Esmeralda, la Gaceta olía a papel de calco, lápices, cinta de máquina de escribir, tinta y tabaco. A periodismo. Era otra capa en la geología de la ciudad. Y veía salir a su centro de operaciones a Teo, muy alto, atlético, con la cámara siempre en funciones de escapulario –así, Teo y Carlos Saura (cuántas fotos de España se podían haber intercambiado los dos)–, fumando, silencioso. Imponía. Fotografiar debía de ser eso. Había que tener una altura como la de Teo para retratar el mundo. Y Teo también aparecía al otro lado de la artería de su infancia, en su establecimiento de la San Juan. Ya abajo, a pie de calle y de obra, pero igual de alto. Era un hombre de dos pisos, como poco. Estaba el niño viendo el mostrador y de pronto entraba él y sin decir nada descorría una cortinita y desaparecía tras ella. Mientras Pilar seguía atendiendo y enseñándole algún súper-8 al niño, para su Cine-Max. Podría decirse que el niño vio un día atravesar a Teo la cortina y que se lo volvió a encontrar cuarenta años después, tras décadas de positivado en la memoria. El niño ya era adulto y seguía pegado a la química y poética de la imagen, gracias en parte a la caja de mago de lo de Teo. Y vio en una Exposición –alumbrada, cómo no, por la Cámara Oscura– una fotografía, esta que ven ustedes aquí ahora, en la que un niño se asomaba a través de una rendija del toldo de una tómbola. En los años sesenta, sería. Y no es solo que la fotografía podría ser perfectamente de Cartier-Bresson, sino que el niño de la imagen perfectamente podría ser él: el momento 'decisivo', claro, en el que se hizo espectador, del cine y de todo. De la tómbola de la vida. Y de esos juegos reunidos conserva el niño el dado: una cajita de carrete, de los que vendían en la tienda. Si arrojo el dado al aire, a veces cae por la viñeta de Herráiz en la que se ve el puente de Piedra y una caricatura de Teo cámara en mano, como si fuera un turista. A veces, por el plano a vista de pájaro del barrio. A veces, por las coordenadas: San Juan 36, y dos teléfonos (como una réflex de objetivos gemelos) 223940 y 223741. A veces, por la descripción de la caja de herramientas de los que miran: «laboratorio para aficionados. Venta de Materiales. Blanco y negro-color». Y si cae de canto, pues el número a boli del carrete, el 4 en este caso, o la divisa: FOTO-TEO, en rojo. Foto y Teo son sinónimos. Y la Teofotografía, una forma de entender y explicar el solar. De niño no hablaba con Teo. Y aunque nunca le llegaría a su altura, luego sí lo podría hacer, hasta hace poco. Y lo recuerda, precisamente, a Teo, explicándose, las muletillas: «te quiero decir... ¿entiendes?... ¿comprendes?... O sea». Entendido, querido Timoteo: estaba todo en tus fotos. Que somos todos aficionados en lo de vivir. Y que todo depende desde dónde se mire.
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