El domingo pasado falleció Gerardo Vera, uno de los grandes creadores de espacios escénicos del teatro español. Nuestro Bretón ha cobijado, a lo largo de su historia reciente, algunos de ellos, memorables. Parece como si Vera se hubiera negado a vivir en un tiempo ... de huecos y distancias en plateas y escenarios. Pero, por añadidura a su condición de maestro en diversas disciplinas de esta profesión, Vera fue destinatario, en su faceta de actor (muy) ocasional, de una transferencia tan discreta como vital. De un hito personal. Que aguardaba su momento para encarnarse. Y que sustanciaba un ascendente importante en la vida de quien decidiera, casi medio siglo después de su existencia, declararlo en pantalla: Rafael Azcona. Fue en la película El Rey del río (1995), dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón, de la que Rafael había escrito el guión. Una fábula pastoral, fraterna y barojiana sobre la formación de un César (o nada). En ella aparecía (y al poco desaparecía, como en un cuento) un personaje llamado 'Bergasa', confiado a Gerardo Vera. Ni más ni menos que en él, Rafael evocaba, reconstruyéndolo en su aspecto físico pero sobre todo en rasgos de su personalidad excéntrica, una de las figuras más influyentes en su primera juventud, alguien del que siempre decía que, en el Logroño de los años cuarenta, le había hecho la cabeza y le había enseñado a pensar por su cuenta: el heterodoxo local Godofredo Bergasa. Trazas de 'don Godo' –como lo resumían Rafael y su cuadrilla literaria y de flaneo ciudadano– ya se advertían en algunos seniors de otras películas anteriores, como el Emilio de El año de las luces (Alexandre) o el Manolo de Belle Époque (Fernán-Gómez): instructores, respectivamente, en lecturas del 'Índice' y en el libre pensamiento. Pero el Bergasa de El Rey del río era una alusión directa y un personaje completo, al que el guión concedía una presencia, prácticamente una secuencia, de nueve minutos, seguidos; los suficientes para el dibujo y conclusión del personaje, tragado por las aguas del río del título pero también de la memoria y del tiempo; en un cierre que mezclaba a la perfección la ironía y la leyenda. Tuve, afortunadamente, ocasión de comentarlo con Gerardo –él sospechaba algo, pero no conocía todo el calado y la entraña que comportaba– que ese Bergasa que incorporó en la película había sido un regalo, y un retrato legado. El de 'don Godo'. Todo un emblema para Rafael. Aquel Bergasa que Rafael conoció en la veintena (y cito por él) «un cincuentón de complexión atlética, que tenía en su casa un gimnasio», al que «los años iban doblándole el esqueleto como una escarpia; rubiasco, de ojos azules», que «llevaba siempre alborotado el escaso pelo, vestía prendas de pana que él mismo se diseñaba y vivía de rentas», que se movía por Logroño en bicicleta y además de rentista era eventual abogado, eventual arquitecto, eventual fotógrafo, eventual inventor (del pañuelo tipo 'kleenex', por ejemplo: llevaba en el bolsillo un rollo de papel higiénico que usaba como moquero) y eventual guitarrista, y que «como los botones de la chaqueta le molestaban porque le rozaban en la madera de la guitarra, llevaba la chaqueta sin botones»; pues ese tipo estaba trasplantado en el Bergasa de Gerardo Vera, de gafas con montura redonda, pajarita e indumentaria un punto anacrónica, psicólogo de vocación antes de que se pusiera de moda las pruebas psicotécnicas –un «perturbado por la psicometría» en palabras de Alfredo Landa–, autor de tests; conocedor de los enigmas de Heráclito, más ducho en el juego del maridaje de palabras que en el arte de la pesca y finalmente arrastrado por la corriente salmonera. Porqué, efectivamente, no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Sobre todo en el de la juventud. In memoriam 'Gerardo Bergasa'.
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