Ana Belén. O Anabelén, pronunciado todo junto. De seguido. Como lopezvázquez o fernangómez. Nombres que no sólo son nombres, sino que son líneas, trayectos, frases, versos. Aun más: contraseñas, passwords para entrar en la memoria de lo que venimos siendo, sintiendo y representando (y cantando: ... es el caso). Por eso Francisco Umbral la rebautizó Anabelén, en negrita, como síntesis y advocación, en sus 'Cartas a Ana', todo un género epistolar de los ochenta, que hoy conservamos en el secreter de ese tiempo. Pues Ana Belén o –en una palabra– Anabelén es una de estas claves. Porque pronuncias Ana Belén y es largo y luminoso el caudal de mujeres e historias que aparecen convocadas. Frase, por cierto, que Víctor Manuel seguro que hubiera perfeccionado y ajustado para una canción, de las que siempre hemos pensado que le dedicaba en el subtexto sentimental. Para esas canciones no enunciadas pero presentimos dirigidas «a Ana». Igualmente, un maoísmo sentimental –dejemos otros– le hizo proclamar al Gran Timonel que la mujer, las mujeres, sujetan la mitad del cielo. En esa película, 'La mitad del cielo' de Gutiérrez Aragón, Ana no estaba, pero sí había sido ya dos veces Ana en otras dos fábulas de gutierrezaragón, como la Ana –del Bayón (de Ana): una Mangano, nocturna, oscuro objeto de deseo– de los 'Demonios en el Jardín' y la Ana –militante, onírica y goyesca– de 'Sonámbulos'. Y ahí Ana Belén ya había recorrido desde la mujer de la posguerra a la del inmediato postfranquismo. Pero Ana Belén, a través de la secuencia de mujeres españolas que ha encarnado, ha sujetado la mitad de los cielos e infiernos de nuestra intrahistoria. Desde el galdosianismo alumbrado por la faz, corrala y menestralería de Jacinta y de la Amparo de 'Tormento', o desde del valle-inclanismo, tirando del carro-coraje de la Mari Gaila, hasta la española moderna, pasando por la española en París, la española libertaria, la española de la Colmena, la española Desideria, la española Emilia parada y fonda, la española Rosa Rosae, la española hija de Bernarda Alba, la española Prima Montse, la española amor del Capitán Brando. Esto sin salir del cine. Pero multiplíquense por dos las mujeres si a esta nómina le sumamos el teatro, la música y la televisión (con lo que nos saldría un cielo completo, desde los griegos hasta Shakespeare). La semana pasada, a Ana Belén le daban en Plasencia el premio 'Pop-Eye', que es un ojo engastado en un premio. Este sábado, el Festival Octubre Corto, en Arnedo, le entregó el Rafael Azcona. Y dejó ella en la ciudad su huella impresa. Aún más impresa, si cabe. El Azcona es un premio que consiste en un visor, ideado por José Carlos Balanza. A través de su franja se ven las cosas con una óptica rafaelita. Ana Belén tiene tres Azconas (que ya son tres razones), además ahora del Premio de su nombre –siendo, no obstante, el Azcona una distinción que desde su primera entrega supera a un premio ordinario en gratitud, complicidad y amor–. Me permito destacar aquí, además de un segundo Valle –la 'corretona, avizorada, falsa y apenujada' doña Lupita del Tirano Banderas– a dos españolas que verifican el arco entre –de nuevo– la madrileña de la posguerra y la madrileña de los ochenta. Entre una Pilar (ella lo es) y una Paloma. La Mari Pili, dividida entre la penuria de la grisalla del franquismo censor y el sueño babilónico de 'La Corte de Faraón' que la convertirá en la esplendente Lota (un plano-mareo) y la maravillosa Paloma de 'El vuelo de la Paloma', ama de casa en la Plaza de Conde de Barajas, amolada e infeliz, dividida entre sus labores y el sueño de un cine de galanura. Ana Belén también empezó siendo (desde su primera aparición en la pantalla) Ana Belén, al lado de quien fuera un fernandorey. Hija de la encargada de una portería y del camarero del Hotel Palace de Madrid, Ana sería, ya de cuna, digna de otra gran fábula gutierrezaragonista (adjetivo de Vicente Molina Foix). Debutó de niña prodigio para una vez abandonada la niña, ahondar en el prodigio. Y hasta hoy.
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