Cuando vi a Elon Musk entrar en la sede de Twitter con un lavabo en brazos, certifiqué la decadencia de Occidente. Las redes sociales no me importan demasiado, así que estoy asistiendo a su desembarco en la compañía con la placidez del espectador que se ... ha puesto el primer episodio de una serie de terror adolescente. Por el momento, y tras el golpe de efecto del lavabo, el guión resulta bastante previsible: llega Elon con su camiseta y sus vaqueros, en plan colega, echa a los directivos y luego despide por correo electrónico a tres mil currelas. Habla de libertad de expresión y de salvar a la humanidad, como si fuera Batman, pero antes de ponerse los calzoncillos por fuera y proceder al rescate filantrópico de nuestra civilización quiere empezar por cobrarnos algunas cosillas. Uno no hace tantos millones dando de comer a las ancianitas.

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A la espera de futuros acontecimientos en el universo Musk y en los urinarios de la sede central de Twitter, debemos reconocer que este giro Disney del neoliberalismo no lo supieron ver ni Marx ni Lenin. El revolucionario ruso se hubiera quedado de una pieza al comprobar que el estadio superior del capitalismo no iba a ser el imperialismo, como él ingenuamente pensaba, sino la soplapollez. Uno casi prefiere a los oscuros señores del puro, que al menos no van por la vida de tipos guays que cuentan chistes y se ponen camisetas molonas.

En todas estas grandes empresas tecnológicas parece reinar una jovialidad como de bebés en la guardería, con sus futbolines, sus mesas de ping pong y sus sillones de colores rechiflantes, pero a la hora de la verdad, cuando brilla la guadaña, aquello no es El mago de Oz sino La matanza de Texas.

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