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En EEUU están de elecciones. Usted lo sabe y yo también, aunque la única posibilidad que tendríamos nosotros de votar a un norteamericano sería que Ken Appledorn, marido de Jorge Cadaval (el Moranco mayor que parece el pequeño), se presentara a presidente de la comunidad ... de vecinos. Por lo demás, todo lo que conocemos sobre las presidenciales estadounidenses lo aprendimos viendo «El Ala Oeste de la Casa Blanca». Ahora, la serie se puede recuperar en una plataforma. Y servidora vuelve a verla, claro, que es como si me echaran droga en el Cola-Cao. O en el café.
Entre los que contamos la vida por temporadas y no por años, la serie no sólo creó adeptos a mansalva y tráfico de DVD a mogollón (me encuentro con un email de 2012 donde me preguntan si tengo la cuarta temporada), sino que también consiguió que los mismos que nos hacíamos un lío con el sistema D'Hondt empezáramos a hablar del caicus de Iowa y de las primarias de New Hampshire como si trabajáramos en la NBC. Y todo porque, en la serie, nos encontramos con un presidente al que votaríamos si pudiéramos, tan extraordinario, tan talentoso y tan currante como sus colaboradores, tipos verborreicos que recorren los pasillos del ala oeste mientras discuten sin cesar y lidian contra infiernos propios y ajenos; tipos que sufren por las decisiones que toman o que dejan de tomar porque tienen conciencia, esa cosa tan antigua, y creen que un mundo mejor y más justo es posible, esa cosa tan ingenua. Por eso, en esta época incierta en la que comenzamos el día hartos y medio derrotados, reencontrarte con ellos a la hora del desayuno te permite salir a la calle sin que te den ganas de prenderle fuego a todo. Por lo menos, hasta que abres Twitter.
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