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Quien durante los últimos días pasee por la ciudad de Barcelona, sabiendo que desde hace siglos ha estado –y todavía está– mejor que la media, se habrá dado cuenta de que la Ciudad Condal agoniza.
Barcelona había muerto ya de éxito durante las últimas décadas ... por el colapso turístico, trufadas sus calles, plazas y avenidas de restaurantes, bares y hoteles donde, no hacía mucho tiempo, proliferaban cines, librerías, teatros y otras ofertas que no podían ofrecer otras capitales de España. El negoci trocó los quioscos de La Rambla, con sus libros (nuevos y antiguos) y todo tipo de revistas y publicaciones, por casetas atestadas de camisetas de Messi o vacuos libros sobre Gaudí. Este turismo masificado, que todo lo arrollaba, desfiguró una urbe con carácter, seny y personalidad por un vomitivo show business.
Y llegó el procés, al principio como una cortina de humo con la que tapar la corrupción pujolista y convergente, que ha acabado derivando en un guirigay liderado por cuatro mediocres que ¡cuándo se habrán visto en otra! Lograron, eso sí, que el turismo –nacional e internacional– retrasara la muerte por éxito... hasta que llegó el coronavirus.
Sin turismo, con unos mandatarios que seguían clamando ¡llibertad! mientras los catalanes morían a miles a causa del COVID-19, más preocupados por los presos polítics que por las infraestructuras sanitarias, da pena recorrer una Barcelona fantasma, sin vida –aunque seguro que los turistas volverán, y más–, una ciudad que sin guiris agoniza.
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