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Cuando nos recluyeron en casa decidimos colocar la bandera de España en nuestro balcón. Si ya lo hicimos en momentos tan triviales como los mundiales o las eurocopas de fútbol, cómo no ante el desastre sanitario del coronavirus. En todas las guerras, recordemos, las avanzadillas ... de las tropas portan aguerridas sus estandartes sin complejos.
La bandera es un icono de pertenencia a un colectivo y, enarbolarla individualmente, contribuye a reafirmarse como parte del grupo. Esa es la función de las banderas nacionales: identificarse como sujetos activos de un país. Y, ampliando la observación, las hay también que sirven para reivindicar la lucha obrera (sindicales), la condición sexual (LGTBI) o el empoderamiento de la mujer (movimientos feministas). Por haberlas, las tenemos hasta inconstitucionales, que no ilegales, como la tricolor republicana o las de los independentistas, que esos sí que saben sacar petróleo a sus trapos.
Pero ninguna de ellas señala con mayor fruición a quien la porta como la bandera rojigualda. Ya sea en una ventana, en el retrovisor interior del coche, en el cinturón, en la correa de un reloj... Su sola exhibición no te hace sospechoso, no: es un juicio sumarísimo al que te someten por fascista y nostálgico franquista. Y lo más doloroso es que la culpa de esto la tiene la izquierda: si no la hubiera escondido durante tantos años en el último rincón del armario de sus postulados fundamentales, nadie se hubiera apropiado de ella décadas después.
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