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Sepa usted que he jugado con sus expectativas con el título para llamar su atención, con sus expectativas y con la polisemia. Porque el banco del que pretendo hablar nada tiene que ver con moquetas, salas de conferencias y comida en bandeja, sino con madera, ... resina gastada y viejos al sol. Bancos de la calle, en fin. Cuenta la leyenda (la de barrio) que da mala suerte sentarse en el banco del muerto. Aquel que está enfrente del 'Compro oro' de la calle grande. Da mala suerte, en realidad, desde el mes pasado, porque la leyenda es pequeña en lo territorial y aún más escasa en lo temporal. Hasta mediados del mes pasado el banco era, realmente, un caramelo para las nalgas cansadas del barrio.
La hora mágica de ese banco llegaba cada mañana de octubre a marzo entre las siete y las ocho; a esa hora, el sol era comprimido entre los dos únicos edificios altos del barrio formando un rayo cálido, intenso, estrecho que daba directamente sobre el respaldo del bendito banco. Justo empezaba el milagro a la hora en la que suelo sacar al perro, por eso más de una mañana he podido ver cómo dos jubilados iniciaban, cada una desde un lado de la calle, el duelo por hacerse con el banco. Nada más visualizarse frente a frente se iniciaba la lenta carrera de la artrosis, mirándose a los ojos a cada paso de pie arrastrado como en las mejores películas de Leone.
Yo les observaba mientras esperaba a que Sam me concediese recogerle los deshechos con una bolsa negra y tarareaba bajito a Morricone apostando por uno u otro anciano cada día según veía que, ese día, a uno le respondía mejor la cadera o al otro se le había relajado el asma. Unas veces ganaba uno, otras el otro. Poco a poco el banco se convirtió en el objeto del deseo de aquellos dos viejos pero también en el sostén de su orgullo, en el colchón de su amor propio. Así que empezaron a madrugar uno y otro. Primero diez minutos antes, después media hora, después ya no lo sé porque, cuando yo llegaba, el duelo hacía rato que se había resuelto. Ignoro cómo de pronto llegaron.
Una mañana el banco estaba vacío y, por probar su néctar, me senté a esperar a Sam. Un niño se acercó y me dijo: «No te sientes en el banco del muerto, que te mueres tú también». Supe que uno de ellos dos había sido encontrado muerto de madrugada en el banco, ignoro si por haber querido llegar demasiado pronto. Lo bonito es que al superviviente no le he vuelto a ver por ahí. Me gusta pensar que ha renunciado al trono en homenaje a su rival pero, a lo mejor, es porque no quiere ser el siguiente en cumplir la leyenda.
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