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El yayo Tasio se resiste a vender la casa del pueblo aunque apenas ya la pisa. Y no por la casa en sí, que no vale una perra gorda de lo vieja que está y es todo grietas y carcoma. Ni siquiera nostalgia guarda en ... la alacena. Lo que realmente frena al abuelo a deshacerse de lo que fue tantos años su hogar hasta que se vino a la ciudad es el banco de piedra que tiene a la entrada. No parece gran cosa. Apenas un poyo desgastado, más bien estrecho, incómodo y áspero al tacto que de tanto usarlo se ha hecho a la forma de un culo. Para Tasio, sin embargo, es la parte angular del inmueble. En ese banco se sienta cuando sube al pueblo y ahí echa el día. Hay veces que ni siquiera entra a la casa y se queda junto la puerta sobre su rústico escaño. Fija la espalda contra la pared, apoya ambas manos sobre la empuñadura de su bastón y permanece horas mirando al frente disfrutando de hacer casi nada. Si es por la mañana le pega el sol en la cara; si es muy tarde, desde esa posición monitoriza cómo va llegando la noche. A cualquier hora pasa por delante algún vecino de ida para allá o de vuelta hacia acá. Se saludan, intercambian un par de frases hechas, preguntan por su salud y la de las respectivas familias y se despiden hasta el próximo encuentro si dios quiere. Tanto disfruta con esos placeres nimios que tampoco es raro que se saque al banco un bocado para comer allí mismo, mientras escucha el silencio que gobierna antes de la siesta. A pesar de todas las horas que pasa sentado sobre él sin hacer nada más que ver pasar el tiempo, su banco jamás le ha pedido nada a cambio. Siempre está dispuesto a recibirle, nunca exige comisiones por prolongar las horas que pasa sobre la piedra, no quiere venderle nada. Es el único banco con el que Tasio está a gusto. Su banco de confianza.
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