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Casi ya no tiene sentido recomendar series porque la lista de espera y la hoja de ruta de cada cual están ya desbordadas, pero permítanme que les hable de La Cantina de Medianoche (Historias de Tokio) [Netflix]. Esta serie japonesa, compuesta por capítulos y ... platillos (deliciosos) de 23 minutos, depura, precisamente, el empacho serial y, por encima de todo, te limpia el ánimo y la cabeza; física y emocionalmente, justo al final de la jornada y sus accidentes, cuando ya no puedes ni con tu alma. Al final, incluso, de las otras series, más recargadas. La cantina trata de eso: del cierre del día en la ciudad. Y del cierre que cada uno intenta para sí mismo, en busca de un trasnoche sosegado. Yo aconsejo no verla a otras horas. Hay que degustarla en sincronía. Sus historias transcurren a día vencido: «Cuando acaba el día y la gente corre a sus casas, yo empiezo mi jornada. Mi restaurante abre desde las doce de la noche hasta las siete de la mañana. Se llama 'La Cantina de Medianoche'. Esto es todo lo que hay en el menú (y aquí los subtítulos traducen un cartel: combo de sopa de miso con cerdo, cerveza, shake y shochu), pero yo cocino lo que los clientes me pidan; siempre que tenga los ingredientes. Ésta es mi política. ¿Que si tengo clientes? Más de los que te crees». También la serie. Así como el manga del que proviene, Shinya Shokudo, de Yaro Abe (cuenta con edición española, por Astiberri). Las palabras que he transcrito (de memoria, porque para mí son ya como una contraseña, un umbral, para ingresar en la noche, en su silencio, sueño y sorpresas) son dichas, al inicio de cada entrega (con su receta), por 'el maestro': un personaje sin nombre, que espera ver caer el día tokiota bajo su balcón, colgado en un callejón humilde –como de película de Ozu– paralelo al eléctrico y populoso distrito de Shinjuku. El 'maestro' –el fantástico actor Kaoru Kobayashi, de 70 años– es pura gentileza esculpida en un rostro de yakuza. Una cicatriz rubrica su ojo izquierdo, desde la frente hasta el pómulo. Signo de, quizás, un pasado turbulento y nunca declarado que, en cualquier caso, dio por clausurado para convertirse en un 'hombre tranquilo' (es curioso como en el alzado, la pose en jarras y la medio sonrisa se da un aire al John Wayne más amable y solícito) y satisfacer el paladar, y la necesidad de compañía y comprensión de paisanos noctívagos, que, como él, esperan a abrir su apetito, corazón y memoria cuando frena la metrópoli. ¡Qué gran política la suya!, la de cocinar lo que necesita el que lo pide, con solo disponer del producto, más allá del escueto menú de la casa. Dar siempre algo más. Y ahí también entran consejos, humor, experiencia. ¿Pero qué me dicen de la 'Sopa de tallarines con tofú marinado', o del 'Umeboshi y vino de ciruela', o del 'Cangrejo y fideos de fin de año', o del 'Ramen al curry'? Cada uno de ellos marida con una fábula. La mayoría vinculadas a personas, ascendentes o recuerdos del pasado de los clientes, presencias que se reactivan inesperadamente. El local es la cocina, tres brazos de barra, un reloj de pared, una tele apagada, unas figuritas y unas perchas, que parecen también personajes. Pero todo el espíritu de la serie está contenido en la maravillosa canción –en Japón, ya un himno– Omoide, interpretada por Tsunekichi Suzuki, que falleció el año pasado. Omoide significa 'recuerdos'. Con ella entramos en cada noche, deslizándonos por las calles del distrito: «Ese aliento blanco tuyo/ que ahora va a la deriva con el viento/ dentro de las nubes de cielo/ poco a poco se disipa./ Lejos en las alturas de los cielos/ las nubes blancas alcanzarán e inhalarán tu aliento/ para elevarse más arriba./ Aquellos días parecen ser sólo nubes sobre el río./ Cubriéndose de los rayos de sol/ un perro duerme debajo de un alero./ Recuerdos que en ese cielo lejano/ también se disiparán poco a poco/ al otro lado de un cielo más azul,/ que se disiparán el vacío profundo del cielo/ para elevarse más arriba». Ahora, cuando me levanto cada mañana, pienso en que 'el maestro' acaba de cerrar.
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