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Hace unos años tuve el gusto de asistir en la UR a una conferencia que impartía la prestigiosa feminista Lidia Falcón. Desde el minuto uno la ponente dejaba claro que el colectivo femenino sufría en el presente una marginación desde tiempo inmemorial. Lidia militó en ... partidos de izquierda, pero pronto llegó a la conclusión de que el machismo en estos partidos era tan fuerte como en los de derechas y por eso fundó el Partido Feminista, porque era el único modo de defender los derechos de las mujeres y porque la lucha por la igualdad es algo que no se puede delegar. Era tan serio aquello de lo que hablaba que su rostro estaba crispado y parecía muy enfadada con el mundo y, por supuesto, con el patriarcado, palabra que en ese momento no se usaba tanto como ahora. Su discurso sonaba tan radical que alguien del público le preguntó: «Señora Falcón, oyéndola parece que no hubiera cambiado nada desde los tiempos de Franco».
Inmediatamente se le dibujó una leve sonrisa. Asintió varias veces con la cabeza y relató una pequeña anécdota que le había sucedido en su casa de Madrid.
Una noche que no podía dormir se asomó al balcón y vio pasar por debajo a una muchacha de apenas veinte años. Era de madrugada, la chica paseaba sola con una falda corta, unas medias rotas, el pelo de varios colores y fumando un cigarrillo. Entonces se acordó de la época en que había sido joven, de las monjas y de la sección femenina y sintió una gran alegría al comprobar que una mujer pudiera ir tranquilamente por la calle a esa hora, algo inimaginable décadas antes. Así que reconoció que el avance en materia de libertades y de equiparación de derechos era innegable pero que ella no había ido allí para hacer recuento de lo logrado sino para manifestar lo mucho que quedaba por conseguir.
No sé si todas las personas que estaban en la sala se identificaron con Lidia Falcón, pero a mí me vino a la cabeza un episodio que me sucedió con 15 años. Yo esperaba el autobús para ir a mi barrio que estaba alejado del centro urbano. Ese día había ido al cine, ninguna amiga me había podido acompañar y era de noche. Mi madre me tenía dicho que ni se me ocurriera subir andando porque era un camino solitario y oscuro en el que me podía «pasar algo». Lo que te podía pasar era una agresión sexual, pero en el año 1978 esas palabras eran tabú y además si te «pasaba algo» sería por tu culpa, por no haber tenido cuidado. En la parada aguardaban también dos vecinos. Como si yo no estuviera presente, uno de ellos le dijo al otro que «vaya chicas guapas se veían por allí». Y el otro, un chaval joven con el que pocos años antes había jugado, espetó: « Sí, pero están más vistas que los balcones de palo».
Si dijo estas palabras para ofenderme, lo consiguió. A esa edad yo apenas si había salido del cascarón como se suele decir, pero me sentí avergonzada y humillada y no fui capaz de levantar la vista del suelo.
Hoy es inimaginable algo así. Nuestras hijas y nietas son mucho más libres y mucho más seguras, pero, dicho sea de paso y como nos explicó Lidia Falcón, si nos dedicamos a recontar lo que hemos conseguido perderemos energía en la lucha por la igualdad.
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