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Mi balcón no es pequeño. Es diminuto. Si mido su superficie, pongamos que para el catastro, me sale a devolver. Es un balcón de bolsillo. De hecho, podría llevármelo de vacaciones. O, el lunes, sacarlo de paseo con mi hijo. Aunque no. Illa, el ministro, ... no ha dicho nada de desconfinar con hijo y balcón y no vaya a ser que me multen. De momento, el balcón me sirve para almacenar cosillas, para mirar las estrellas en verano y para aplaudir. Con cuidado y de perfil, pero con mucho cariño. En casa nos turnamos. Unos aplaudimos desde el ventanal del salón y otro, only one, desde el balcón. La ventana y el balcón se asoman al mismo erial gris que las monjas del Servicio Doméstico dejaron cuando se cargaron el edificio de Fermín Álamo en una operación especulativa de la que espero tengan que rendir cuentas a Dios. Había allí un bosque... Lo más verde ahora es el geranio que sobrevive de milagro y con renta antigua en una maceta en mi balcón. Y media docena de arbolitos que vemos desde hace un mes en el patio de Escolapios, ahora vacío y mudo en vociferante tecnicolor. Mis vecinos de enfrente aplauden y se saludan con los de mi edificio. Son muy buena gente.
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