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Anoche soñé que me destrozaba el periostio –celofán que enmascara la espinilla– en una escalera de caracol, tubo medular muy apreciado en iglesias y catedrales; ascenso símbolo y prueba de fe. Mi devoción iba por los ciento cuarenta y ocho escalones cuando en un recodo ... arquitectónicamente imposible del trayecto tropecé con un traperío «de época»: levita, calzones, medias de seda, trompetilla de latón y atravesado en el suelo, como para guardar el sitio, un bastón. El tropiezo provocó en el rebozado maniquí un despeñe de insultos incontenibles en cualquier diccionario.
El sueño fue tan descorazonador como revelador. Yo conocía al muñeco, su careto era el vivo retrato de una fotocopia tresdé en escayola que había en mi escuela: la mascarilla para la posteridad de Beethoven recién fallecido. Me senté a su lado y cortés y estúpidamente pregunté cómo se encontraba. «Perfectamente, estoy muerto» «¿Y de qué ha sido?», dije, por retardar su evaporación. «De genio». Obvio. Se sobraba de iluminaciones, de himnos, de intensísimas sonatas y leves y lúcidas bagatelas. Casi en parada cardiaca, inmóvil, como sillar mal tallado, permanecí estacionada a su vera. «Pero es que tengo cara de Tonetti, ¿o qué?» «Bueno, un cierto aire, dicho con respeto» «Ni respeto ni h'ostras». Su voz retembló por el hueco en una ensordecedora pataleta: «me gusta ser triste, amargao, cenizo, aguafiestas, me gusta ser yo, salvo cuando me da la gana ser Dios y Majestad de los pentagramas, no tengo prejuicios ni coñas de modestia». A mandar.
Se irguió, echó pie al siguiente escalón, las piernas le fallaron y rodó contra mí. Me miró y rugió en clave de trompeta: «Dame las tuyas» «Pero tú de qué vas, so genio» «Que me subas a la torre, dos por dos, a cuatro patas, como suben los caballos de los duques ¿No estás celebrando mi aniversario? Pues, obras son amores». Él sordo y yo disfónica, a callar y a cargar con el muerto. Los crujidos de mis gemelos delataban mi fortaleza. «Vaya floja de ls.cs., mucha veneración por La Quinta y ni pa un apaño». Él a deslomarse pintando farolillos y rayitas en los pianos, y yo, a disfrutar a la pata quebrada. A intervalos me derrumbaba ante los ventanucos por los que rebotaban los brillos del Danubio. Merecía un respiro. «Escucha, hermano, deja de lamentarte. Más cabreado estará Schiller, tu poeta autor de esa fastuosa oda, un fiestón para el universo, hoy reconvertida en tinto de verano» «¡Ve y díselo!», me tronó. «Ya j(olín)».
Entre piques y repiques se nos echó el despertador encima, él regresó a su gloria y yo a mi baño de paracetamol. Le he jurado al espejo que es cierto, que he soñado lo soñado, que son hechos basados en sueños reales. ¿Quién verifica o niega la verdad de un sueño? Espero que mi sueño con don Freud claree y acompase mis traumas infantiles.
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