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No puede decirse que las consecuencias de los dos enormes terremotos en Turquía y Siria sean inimaginables. A la seguridad de nuestros hogares llegan informes de miles de muertos y heridos, e imágenes de ciudades enteras devastadas, edificios que se desploman en segundos y mayores ... y niños descalzos y a la intemperie entre el frío y la nieve. Y esto en una franja de 330 kilómetros que se extiende entre el sureste turco y el noroeste sirio. La catástrofe golpea una zona de conocida actividad sísmica, que alberga además a millones de refugiados de una guerra que se prolonga desde 2011. Los dos países necesitan toda la ayuda que la comunidad internacional ya ha puesto en marcha. La prioridad es el rescate de los miles de atrapados bajo toneladas de escombros, al que tiene que seguir un masivo respaldo de medios humanos y materiales para reconstruir viviendas e infraestructuras dañadas. La asistencia al Gobierno de Damasco, que llega incluso de Israel, no puede marginar al último enclave opositor del territorio. Y la colaboración en esta hora de desgracia de Grecia, Suecia o Finlandia tiene que convencer a Erdogan de su desacertada estrategia de hostigamiento a sus aliados.
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