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Etimológicamente, democracia significa que el pueblo ejerce el poder, o sea que decide y ejecuta las acciones de gobierno. Lo ideal sería entonces que los ciudadanos participaran directamente en la toma de las decisiones más importantes que les afectan, pero en un país con millones ... de súbditos resulta inviable, no ya por el viejo sistema asambleario a mano alzada sino incluso a dedo, pulsando un like en la app en cuestión. Así que, con todos sus inconvenientes, sigue siendo más práctico y eficiente delegar la soberanía en representantes elegidos cada equis años (o meses, como en España), aunque con la posibilidad de someter a referéndum las cuestiones más trascendentales.
El artículo 92 de la Constitución española consagra esta prerrogativa popular, por fortuna sin carácter vinculante, porque imaginen que un presidente de gobierno lo bastante demagogo prometiera en campaña electoral preguntarnos si queremos abolir el IRPF, jubilarse a los 50 con el 100% o dejar de pertenecer a la Unión Europea, como hizo -con la mayoritaria aprobación del Parlamento- el irresponsable premier británico James Cameron para contentar a los díscolos de su Partido Conservador. Ni se molestó en aclarar si el resultado de la preguntita (¿Debe el Reino Unido permanecer como miembro de la Unión Europea o debe abandonar la Unión Europea?) era o no vinculante y cuál sería el porcentaje mínimo de partidarios del 'Britain exit' necesario. Ganó el «si me queréis, irse» por la mínima (51,9%) y Cameron, que tenía cinco años por delante como primer ministro para gestionar el marrón, dimitió cobardemente dejando que se lo comieran otros. Ahora se dedica a dar conferencias a tropecientos mil la hora y a publicar unas memorias -escritas en una cabañita de 30.000 euros, a lo Mahler en Steinbach- donde trata de dar lástima con la muerte de uno de sus hijos por la módica cantidad de 900.000 (Blair cobró 5,2 millones por las suyas).
El salchucho del 'brexit', ocurrido en el país más demócrata, demuestra: (1) lo temerario de preguntar ciertas cosas a la gente que ni conoce ni puede prever sus consecuencias; (2) lo irresponsable de considerar el resultado como ley de obligado cumplimiento y no como una toma de la tensión nacional; y (3) lo estúpido de sostener y no enmendar tan inmenso error políticos enloquecidos por cumplir a rajatabla un ejercicio de democracia de los ciudadanos tan directa que puede conducirlos directamente al abismo.
A ver si aquí tomamos nota y a nadie se le ocurre nunca preguntarnos ni siquiera a todos los españoles si Cataluña, el País Vasco o el Cantón Murciano deben permanecer en España o ser un estado independiente. El español que no desee serlo tiene tres opciones: quedarse pero convencido de que es un extranjero más de los muchos que viven e España, marcharse o acudir al psiquiatra.
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